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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El auge de la ópera

LA CELEBRACIÓN, mañana, en la plaza de Las Ventas de Madrid, de una gala lírica -con Alfredo Klaus, Katia Ricciarelli y Ruggero Raimondi, entre otros- o los dos recitales que Pavarotti ofrecerá próximamente en Madrid y Barcelona son otros tantos síntomas del auge del género lírico en nuestro país. Un auge que permite a la lírica competir, en cuanto a su impacto popular, con los conciertos de las grandes estrellas del rock, algo impensable hace apenas unos años. El género ha conseguido romper el marco convencional de los teatros para llegar hasta los estadios y, en general, a los grandes espacios al aire libre: desde la pionera Arena de Verona hasta los templos de Luxor y las pirámides de Egipto, pasando por las termas de Caracalla, donde Italia supo poner un vistoso broche de oro al reciente Mundial de fútbol. Dejando de lado las implicaciones mercantiles del fenómeno -a veces la ópera no es más que una excusa de los promotores turísticos para añadir unas gotas de exclusividad a sus ofertas-, si el género se populariza es porque existe una renovada sensibilidad para aceptarlo, al margen del debate sobre la presunta crisis de las vanguardias musicales. En cuanto a los peligros, son los propios de cualquier masificación, esto es, una trivialización de un género que no siempre resulta fácilmente masticable. La proliferación de faraónicos montajes que a menudo ignoran el espíritu de las obras sobre las que se construyen es una de las trampas en que se suele caer bajo la coartada de la popularización: de acuerdo con los tiempos televisivos que corren, suele tener preponderancia lo que se ve respecto a lo que se escucha. Sin embargo, nada de ello puede representar un descrédito para Mozart, Verdi o Wagner; su legado cultural permanece intacto, por mucho que evolucionen la oferta y la demanda del ocio.

Más preocupante es que las instituciones públicas no sepan hacer frente a este nuevo auge de la ópera, especialmente con vistas a las conmemoraciones de 1992. Por causas inexplicables, no ciertamente atribuibles a nuestros renqueantes conservatorios musicales, España posee una altísima representación intemacional en el terreno de la lírica de la que está moralmente obligada a sacar provecho. Poco se está haciendo, sin embargo, en tal dirección. La situación de los teatros de ópera dista mucho de ser la deseable: la crisis del Liceo de Barcelona sigue, por el momento, sin resolverse, pe se a algunos parches, en forma de billetes, que permitieron alcanzar las balsámicas vacaciones de verano; por su parte, el Teatro Real de Madrid aún no ha nombrado a un superintendente que haga frente a las responsabilidades políticas y administrativas del centro.

Ambas situaciones no son precisamente favorables para preparar las programaciones de 1992 con la serenidad necesaria. Programar ópera no es una tarea fácil. La escasez de cantantes de auténtica primera fila en el mercado internacional obliga a cerrar los carteles con una antelación muy superior a la de otros sectores del mundo del espectáculo. Hay artistas que tienen compromisos firmados con más de cinco años de antelación. Sería imperdonable para un país rico en intérpretes que la falta de previsión o la ignorancia de las peculiaridades del mercado nos llevara a hacer un triste papel en ese terreno. únicamente el teatro de la Maestranza de Sevilla parece estar preparando los títulos de 1992 con el tiempo y el conocimiento suficientes.

Más allá de los rutilantes recitales de tal o cual estrella -que bienvenidos sean, pues contribuyen a romper la imagen elitista de un género que por sí mismo no se reserva ningún derecho de admisión-, éstos son problemas que hay que afrontar con la máxima celeridad si no queremos dar una pobre impresión en ese escaparate que está a la vuelta de la esquina.

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