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Tribuna
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Pobre

Llevaba una temporada hastiado de su propio oficio. Toda una vida dedicada a la mendicidad, alargando la mano suplicante con precisión de orfebre, dibujando en sus ojos una lástima de pura artesanía, para ver al fin cómo el oficio se envilecía por la irrupción en él de organizaciones con estrategia de marketing y con un desdén inaudito por la pobreza. Los mendigos antes vivían de ser pobres, y ello convertía a la pobreza en un verdadero oficio, gremial incluso, pero siempre generoso y solidario. El buen mendigo solía rechazar cualquier invitación a salir de pobre por miedo a caer en la miserial como el leproso más desasistido rechazaba en tiempos toda oferta de milagro que pudiera curarlo para no quedar reducido a menesteroso sano sin recursos.Nuestro mendigo desilusionado se negaba a compartir las esquinas con los miserables asalariados de las grandes organizaciones, que reclutaban la mano de obra más incapacitada y barata, como la ofrecida por los menesterosos trashumantes portugueses. La mendicidad en cadena aumentaba notablemente los beneficios, y la pobreza dejaba de ser un medio de vida para convertirse en una simple circunstancia, en un trampolín para el salto súbito a una prosperidad tangible. Nuestro niendigo decidió abandonar la seguridad inconfortable de su pobreza, analizó el desplome de una ética en su entorno y estudió la nueva si -tuaclón a la luz de los ejemplos que ofrecían los nuevos pícaros. Logró introducirse pronto en el mercado de influencias, rociándose de aftershave tras haber inspirado una lástima postrera y sorprendido una confidencia sobre un terreno a punto de ser sigilosamente recalificado. Y se hizo rico. En el primer mendigo que le tendió una mano implorante midió la realidad de su propio cambio, y a la mirada de súplica, una súplica de estereotipia, respondió con un gesto de absoluto desprecio. Él, pobre o rico, era un artista.

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