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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Una guerra como Dios manda

En mi planeta, situado en el borde exterior de la galaxia ZYX, somos todos andróginos, nos reproducimos por partenogénesis y nuestro deporte favorito es el de amarnos los unos a los otros de forma desinteresada, como no sé quién dijo hace millones de años que había que amarse: por vocación.A mis apéndices superiores (si digo manos, ¿me entenderían?) han llegado unos viejísimos documentos, escritos por un ancestro, que narran algunos sucesos acaecidos al comienzo de la década de 1990 en el planeta Tierra. Sus átomos polvorientos aún se pueden divisar, forzando mucho los sensores espectrales, los días de luna y medía llena.

El ancestro, del que ignoro si era hombre o mujer o salamandra, narra en un extraño tono cumpungido cómo sus congéneres desarrollaron una pasión desmedida por las prótesis. Eran unos seres parecidos a los monos, ágiles, inteligentes y muy voraces. Querían hacer muchas cosas al mismo tiempo, sobre todo las que les resultaban más dificiles por su propia constitución genéticá. Se empeñaron en volar y lo hicieron. Quisieron determinar el sexo de sus hijos y no pararon hasta que lo consiguieron. Las mujeres estériles parían y las fértiles no querían dar a luz. Les gustaba leer por la noche con luz artificial y viajar muy deprisa para esperar toda clase de vehículos que los llevaban a lugares cada vez más lejanos para regresar enseguida. En invierno pretendían pasar calor, y frío en verano. Comían alimentos con fecha de caducidad, porque no sabían si algo estaba podrido. Los más tontos querían ser académicos o gobernantes, y los más listos huían a las montañas o se suicidaban. Inventaron miles de aparatos de utilidad dudosa cuyo supuesto fin era hacerles sentirse más perfectos y más felices. Todos querían más.

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Alcanzar la categoría de ser humano era demasiado poco. Había que crear una superhumanidad. La paradoja es que casi ninguno llegaba ni siquiera al baremo de hombre, y el caso se hacía particularmente triste en algunos especímenes del género masculino. Éstos sentían verdadera adoración por los objetos alargados, puntiagudos, cortantes, penetrantes: espadas, lanzas, puñales, garrotes, porras, cañones, fusiles, cohetes, misiles..., se convirtieron en fetiches sustitutorios del atributo fisico de su propia masculinidad, desviada por cierta mixtificación mental.

Cada vez que se sentían frustrados por algo -y esto les sucedía con enorme frecuencia, a saber por qué-, empuñaban alguno de aquellos artefactos y le hacían daño a algo o a alguien: sólo entonces se sentían mejor. Adornaron este vicio con una cuidada parafernalia de mitos, rituales y convenciones. Siempre que se sumergían en una orgía de este género, suspiraban aliviados y exclamaban al unísono: "Hombre, una guerra como Dios manda. ¡Ya era hora."'. A su alrededor brotaban la muerte y el terror.

Durante los meses del invierno y la primavera de 1990, una misteriosa ilusión hizo concebir a los terrícolas la,esperanza de pensar que la guerra,había dejado de ser un perverso sucedáneo de otros juegos más nobles. En agosto amanecieron un día con "una guerra como Dios manda".

Yo, andrógino primordial, en estas alturas del No-Tiempo, en el vértice del No-Espacio, me pregunto: "¿Y qué Dios se lo mandó?".-

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