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Reportaje:CRÓNICAS DE VERANO

Palma de Mallorca:¿qué crisis?

Si aterrizas durante estos días en Palma de Mallorca te tropiezas inmediatamente con el fantasma de la crisis turística. Los taxistas no hablan de otra cosa, generalmente a destiempo: ¿quién se puede creer que la isla está vacía cuando te encuentras un atasco monumental en el paseo marítimo? Pero el caso es que el concepto está firmemente arraigado en los mallorquines destinados al sector servicios y no hay quien se lo quite de la cabeza.De noche, en la plaza Gomila, tomando una copa en la terraza del Joe's, lo más parecido que puede uno encontrar en la isla al Harry's Bar donde la pillaba Hemingway, tugurio favorito de los bebedores palmesanos con solera, la crisis no se ve por ninguna parte. Tanto el Minim's como la discoteca Tito's (observará el lector que el genitivo sajón sigue haciendo estragos) rebosan de gente con ganas de encaramarse a la tajada. Se aprecia, eso sí, un incremento de las jóvenes generaciones hispanas en detrimento de las manadas de británicos con pendiente y tatuaje que en otros tiempos daban color al entorno y acababan pidiendo a gritos la presencia de una compañía de la Policía Nacional que les zurrara la badana. La verdad es que estos elementos cada día están más acorralados, en beneficio de todos aquellos que piensan que la diversión no consiste necesariamente en prenderle fuego a la isla. Tras haber campado por sus respetos durante años en el Arenal (desde donde se trasladaban en ocasiones a Gomila a bordo de un taxi cuyo conductor era inevitablemente apaleado) se han visto confinados a la zona de Magaluf, donde cada noche protagonizan escenas de confraternización con la Policía.

Se quejan algunos palmesanos de que los guindillas locales no resultan suficientes para plantar cara a esta horda de borrachos violentos que ha ocupado Punta Ballena, lugar llamado, si todo sigue igual, a convertirse en zona pionera en España del lanzamiento de enanos, por supuesto sin casco. Lo cierto es que lo de Magaluf no se arregla ni enviando a la Legión, y que lo suyo sería reclamar los servicios de Mad Max, Robocop, Terminator y los Cazafantasmas. Caso de que los marcianos decidieran invadir la Tierra y aterrizaran, por un error de cálculo, en Magaluf, lo pasarían peor que el extraterrestre de Eduardo Mendoza y reconsiderarían la idea de la invasión.

Cerveza y mamporros

La mayor parte de los hooligans que amenizan las veladas de Punta Ballena no se mueven de su gueto particular de cerveza y mamporros durante todos los días de su estancia en Mallorca, pero hay un pequeño sector de este contingente morónico que consigue plantarle cara a la resaca y se traslada al centro de Palma para ayudar al resto de la turistada a afear definitivamente el decorado urbano. Suele vérseles con la mirada perdida, el lóbulo izquierdo hecho polvo (alguien les arrancó el pendiente de un bocado en la trifulca de la víspera), descamisados y con un bañador grotesco que en ocasiones exhibe las formas y colores de la Union Jack. Es curioso cómo los turistas perfeccionan año a año sus atuendos, creando un arco iris lamentable que reclama a gritos una carga de la policía armada (sí, sí, la de antes, la que zurraba a quien no debía). Da la impresión de que esta gente elige con premeditación y alevosía los colores más desagradables y los diseños más horribles, como si pensaran: "De acuerdo, nos vamos a dejar la pasta (poca, por cierto), pero vamos a fabricar un espectáculo multicolor que os va a remover las tripas con más eficacia que el aceite de ricino".

Es esa fealdad ambiental la que pone en fuga a los mallorquines que se lo pueden permitir. Pienso en Miquel Barceló, feliz en su mansión de Puerto Colom, o en Antonio Socias, pasando de la pintura a la fotografía en Banyalbufar, o en José Carlos Llop, corrigiendo en Valldemosa el libro de cuentos que le van a publicar los de Muchnik, o en Valentí Puig, haciendo en Alaró las maletas para irse a Londres como corresponsal del Abc. Los forasteros con posibles tienen una oportunidad de huir de ese horror audiovisual refugiándose en la aristocrática zona de Puerto Portals, en el término municipal de Calviá, donde un elevado número de guardias de seguridad (y unos precios de aquí te espero) alejan a los alegres muchachos del pendiente y la camiseta.

Puerto Portals es, de noche, un hervidero de curiosos en busca de la (llamada) gente guapa. Bulle la zona de periodistas a la caza del famoso, ya sea éste ministro en vacaciones, estrella de cine, miembro de la jet-set (por llamar de alguna manera a esa pandilla de parásitos carentes de la menor gracia) o aspirante a famoso. La verdad es que cualquiera vale a la hora de justificar el sueldo. De este modo, cada día aparecen en la prensa fotos del hermano de un primo del cuñado de la tía de un individuo que en cierta ocasión coincidió en un ascensor con Mario Conde, y así, entre todos, vamos contribuyendo a esa sensación de déjà vu, déjà entendu que se apodera de cualquier español cada verano.

La noche que yo estuve por Puerto Portals no vi a demasiados famosos. Sólo conseguí detectar la presencia en el DPP (bar de diseño catalán a precios de Alfa Centauro) a Syliane de Vilallonga, que como todos sabemos anda enzarzada en una trifulca con Tita Cervera en torno a los hábitos etílicos del barón Von Thyssen. Syliane dice que Heini está todo el día en remojo. Tita lo niega, y a este paso un día nos saldrá con que Herningway sólo tomaba una copita de pacharán después de comer y con que Fitzgerald era abstemio. Al tiempo.

Sólo para pudientes

Los económicamente débiles no podrán tomarse más que un par de copas en Puerto Portals, pero han de tener presente que pagan por el marco incomparable. Tal vez no puedan costearse una cena en Tristán (el restaurante más caro de España, justamente orgulloso de su cubertería de plata y de haber dado de comer a Su Majestad), pero siempre pueden deambular entre los yates amarrados, y si no se acercan demasiado a ninguno evitar el porrazo del guardia de turno. Si les da morbo cualquier cosa relacionada con el engominado cerebro de Banesto nada les cuesta acercarse al Café Capricho, propiedad de un cuñado de don Mario y centro de reunión del veraneante pudiente. Si les deprime tanto boato, pueden darse una vuelta por Magaluf, cosa que alegra el ánimo de cualquiera que piense que su vida no vale gran cosa.

Y así va pasando el mes de agosto con esa sensación de déjà vu, déjà entendu de la que les hablaba hace un rato. Los veranos mallorquines transcurren en una apacible rutina que los hace idénticos unos a otros. ¿Quién puede fechar las fotos de Narcís Serra bañándose o el Rey entregando una copa a un regatista? Los hijos del príncipe Charlie, que tienen el detalle de crecer, ayudan a marcar el paso del tiempo. Y ese hooligan que vemos por la calle con una camiseta de Batman nos recuerda que no podemos estar en 1987, cuando la película sobre el hombre murciélago era solo un proyecto. Por lo demás, la más absoluta intemporalidad planea sobre la isla, aunque el taxista de turno nos diga que estamos sumergidos en una de las crisis turísticas más colosales de los últimos tiempos, crisis de cuyas funestas consecuencias se consuela escuchando casetes de Tomeu Penya, quien, por si ustedes no lo saben, vende en Mallorca muchos más discos que el mismísimo Michael Jackson.

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