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El 'caso Guerra'

Sesudos varones, haciéndose eco de las señales que emite el Gobierno -nada más fuerte que la razón cuando apoya al poder- se sublevan ante la trivialidad de las cuestiones que invaden la prensa, y nos incitan a elevar el debate con temas que de verdad importen. Exaspera que don Juan Guerra siga acaparando los titulares de los periódicos, como si los españoles no tuviéramos problemas más serios a los que prestar atención. En un momento en que el mundo cambia a velocidad de vértigo, hasta el punto de que antes de conseguir formular un problema se plantea ya en términos distintos, con lo que toda dedicación es poca, la prensa, erre que erre, publicando todos los días noticias de infarto sobre el caso Guerra.Con tan amplio catálogo de cuestiones urgentes, a mí, y estoy seguro que también a otros muchos nos hubiera gustado no haber tenido que ocuparnos de una tan mezquina y baladí, incluso, para mayor inri, más de una vez en los últimos meses. Que haya todavía que volver a ella me produce sonrojo e indignación. Pero, ¿qué otra salida cabe?, porque nadie pensará en serio que lo oportuno sea callarse y dejar que se pudra indefinidamente para que sirva de carnaza a los enemigos de la democracia. El silencio de los socialistas ha durado ya demasiado, aunque es bien cierto que en este último tiempo se oye algún susurro, después del escaso valor cívico y menguado espíritu de libertad de los que se ha dado muestra en los últimos meses.Difícilmente se atreverá a propugnar echar tierra al asunto quien haya recapacitado sobre las consecuencias: supondría un ataque directo a la línea de flotación del sistema. El orden democrático se basa en la opinión de los ciudadanos, sea ésta correcta o equivocada; cuentan las ideas, las imágenes, los estereotipos que circulan sobre las personas y sobre las instituciones, no la realidad de los hechos que aparecen con rasgos muy distintos según sea el punto de vista del observador. Es difícil valorar con exactitud la pérdida de credibilidad para la democracia que ha supuesto el caso Guerra; pero sea cual fuere, lo que es seguro es que ha sobrepasado con mucho el límite de lo tolerable.

Y no vale esconder la cabeza debajo del ala alegando que más votos ha perdido la competencia. Nadie pretenderá que al partido gobernante, y sobre todo a España, lo que les conviene es dejar que el asunto siga poniendo en entredicho la legitimidad del orden político establecido, refugiándose en el hecho de que la pérdida de legitimidad incide sobre todo el orden político y, en consecuencia, todas las instituciones y todos los partidos se ven afectados por este tipo de escándalos. No cabe negarse a la evidencia de que el caso Guerra amenaza convertirse en una de las cuestiones claves de la vida política y social de España. Un granito sin mayor importancia, mal tratado, ha originado una gangrena para la que no cabe otra solución que cortar por lo sano.

Dos observaciones. Escándalo es aquello que la opinión pública considera como tal -en cada país pueden ser cosas distintas-, pero en todos es preciso reaccionar rápidamente y sin consideración de la persona, con tal de salvar la credibilidad del sistema. El concepto de responsabilidad política se mueve en el terreno movedizo de lo que aparece, y no de lo que es, es decir, de aquello que la opinión pública considera escandaloso, al margen de si desde otros criterios deba o no considerarse objeto de escándalo. La democracia, para bien y para mal, es un régimen basado en la opinión pública; de ahí que imponga una responsabilidad política, que nada tiene que ver con la penal, para aquella persona pública que actúa de modo que la mayoría de los ciudadanos no lo aprueba. En algunos países una aventura amorosa acaba con una brillante carrera política; en otros, apenas tiene incidencia. No conozco, sin embargo, ninguno en el que la historia sevillana no hubiera tenido efectos fulminantes.

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Constituye un craso error haber tratado de evitar la cuestión de la responsabilidad política mientras no se aclarase judícialmente la penal. En primer lugar, porque se trata de dos responsabilidades sustancialmente distintas: no sólo porque el espacio que abarca la responsabilidad política es mucho más amplio que el penal, sino sobre todo porque son muy distintas las instancias que las juzgan y las normas que se aplican. Si, faltos de jurados, estimar la responsabilidad penal concierne en exclusiva a los jueces, la opinión pública dicta la responsabilidad política a través de su representación parlamentaria, y cuando ésta falla, a través de los medios de comunicación. La mayor o menor conformidad entre la opinión pública y el Parlamento es el índice más claro de una legitimidad compartida. En segundo lugar, porque la lentitud e incertidumbre del proceso jurídico mantiene el escándalo un tiempo indefinido en el primer plano de la actualidad. La función de la responsabilidad política es justamente evitar que el escándalo dure tanto que termine por minar la legitimidad del sistema.

Y no se diga que el político está indefenso ante la opiniónpública, porque precisamente en esto consiste la miseria y la grandeza de la democracia. Hay políticos que la opinión pública trata injustamente y otros que sobrevalora o mima en exceso: nada más cambiante y arbitrario que la opinión de la calle. Tratar de que la clase política consiga protección, e incluso una cierta autonomía frente a la opinión pública, implica reconstruir formas autoritarias de control en pnincipio incompatibles con un sistema democrático. En democracia, el político actúa a cuerpo limpio y sin parapeto frente a la opinión pública.

Pues bien, si se quiebra la credibilidad, se introduce una inestabilidad creciente en el sistema. El orden político se tambalea sin el sostén que le presta la legitimidad: y no basta la formal, a la que suele tan sólo apelarse; para que el sistema funcione necesita haber sido interiorizado en la conciencia de los ciudadanos. Consideraciones tan elementales que da rubor mencionarlas; pero, dado que se ignoran en la práctica, hay que pasar por la vergüenza de repetirlas.

Al enfrentarse a la opinión pública, el presidente del Gobierno se equivocó el 14-D, pese a hacerlo en un tema en el que aún cabía argumentar, aunque fuese desde una óptica de derecha, y yerra ahora gravísimamente en el afán de echar tierra a un asunto indefendible desde cualquier perspectiva ideológica. Al presidente le honra su afán de llevar adelante un proyecto político propio por encima de los vaivenes de la opinión pública; lo que ya no cabe en un regimen democrático es desconocerla o enfrentarse a ella en temas que conllevan un gran desgaste para la credíbilidad del sistema. En más de una ocasión los españoles hemos quedado prendados por su capacidad de acertar e imponer su opinión minoritaria contra viento y marea; lo malo es que con la misma contumacia insiste en los errores.

El caso Guerra sigue meses y meses en el candelero, sólo y exclusivamente por una razón obvia que a nadie se le escapa: porque don Alfonso todavía no ha dimitido, y cuanto más tarde -ya es demasiado tarde-, peor. Hay cosas, por injustas que nos parezcan, que no tienen arreglo, y sería un insulto para todos los ciudadanos de este país dar por supuesto que bajar del olimpo del poder comporta sólo males sin bien alguno. Cada vez somos más los que apoyamos el deseo de don Alfonso Guerra de abandonar la vida política activa para dedicarse a la creación artística o intelectual. No sólo por su bien, sino por la credibilidad de la democracia española, deseamos que lo haga lo antes posible.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Berlín.

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