_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nuevas visiones de América

Ciertamente, 1492 es la real fecha para un fabuloso comienzo: año de magnificentes victorias políticas y militares, principio imponente de un seguro imperio, año del maravilloso descubrimiento, símbolo de una identidad nacional que se dilató hasta los confines de lo imaginario para imponer los signos de su poder. El año 1492 es un gran hito, un espléndido símbolo.Pero desde que, en 1892, se celebró el cuarto centenario del descubrimiento de América, entonces con el también problemático telón de fondo de una América agitada por su independencia, la inteligencia española ha reaccionado a la gran efeméride con gestos ambiguos. A finales del siglo pasado, la grandilocuencia del símbolo se volvió contra la insensibilidad intelectual de quienes lo inflaron. América se convirtió en la imagen de una derrota política, cultural y moral de la conciencia nacional española. Todo el ensayo español moderno, desde Ganivet y Maeztu y Unamuno, y tantos otros, hasta llegar a Américo Castro, que dio un giro decisivo al dilema, constituye una reacción trágica, heroica o trascendente a la conciencia y la realidad de un fracaso, de una identidad rota que tenía a América por testigo (y a la incompetencia frente a los países industrializados de Europa por amenaza).

Quizá deba recordarse al ensayista Maeztu. Cuando el desastre de Cuba, es decir, cuando la revuelta de negros, como la bautizó la no muy elegante inteligencia española, se convirtió en el tendón de Aquiles del celebrado orgullo nacional, este intelectual escribió unos pocos pero denodados artículos acusando la incompetencia administrativa española, atacando la apatía de intelectuales y ciudadanos en general. Años más tarde, cuando los dorados sueños del imperio de ultramar ya se habían convertido en una explícita pesadilla, el mismo escritor recomendó: "Ya no tenemos imperio ni hacienda, pero debemos mantener con orgullo nuestro prestigio moral sobre nuestra América: la honra de España". Hasta la retórica de la Hispanidad de anteayer este principio arcaico de casta y honra ha definido la conciencia nacional española respecto de las civil¡zaciones y culturas de América.

Hoy las cosas han cambiado bastante. Nadie quiere recordar el heroísmo nacional de misiones y cruzadas americanas, porque nadie quiere saber de su contraparte: la violencia, la destrucción y el genocidio. Una nueva actitud de diálogo y reconocimiento se ha abierto paso en España. Al comienzo, con pasos equívocos: se quiso calificar y especificar el quinto centenario como encuentro de dos mundos. El concepto encuentro apuntaba al reconocimiento y al diálogo. La idea, sin embargo, fracasó por otro motivo: históricamente hablando, el dicho concepto de encuentro comprendía el genocidio y la destrucción de las Indias.

El eufemístico sustantivo fue sustituido más tarde por el de descubrimiento. Pero también a este respecto el nombre resultaba problemático: prueba de que la cosa relativa a la relación de Europa y América no está muy clara. En fin, la palabra descubrimiento ya la había prohibido, en el siglo XVI, el padre Vitoria: puesto que las tierras encontradas poseían por derecho natural sus propios y legítimos dueflos, no podía decirse en rigor que habían sido descubiertas.

Se salió del apuro con un alegre paso de torero: celebrando el descubrimiento no como concepto territorial y jurídico, sino como categoría científicotécnica. En los pliegos de objetivos de la próxima feria de Sevilla ya no se habla, por consiguiente, ni de conquista, ni de héroes, ni de misiones redentoras, sino de tecno-ciencia y progreso tecno-económico y, paradójicamente, se ensalza aquel mismo entusiasmo renacentista por el conocimiento, la extensión de las artes del hombre y la libertad, que la ideología heroico-cristiana de casta y de cruzada había desterrado de España a partir de esta fecha simbólica de 1492. La nueva propaganda fide eleva la tecno7ciencia como bandera de la reconquista espíritual de una América en llamas, tan esclavizada hoy por su pobreza como ayer por sus idolatrías, y tan dispuesta a abrazar las promesas de redención político-económica como ayer las de una salvación, siempre dilatada, por la gracia de la cruz.

He ahí la encrucijada, si se quiere la paradoja, y también el gran cambio de valoraciones y conceptos del mundo que la gran fiesta del quinto centenario articula y pretende celebrar. Pero eso no es todo lo que aprendió la conciencia nacional española (sí se me permite emplear un concepto completamente pasado de moda, pero significativo, y distinto de una conciencia crítica y reflexiva), aunque sólo fuera a través de una muda guerra de eslóganes mediáticos. Hay todavía más.

El motivo o tema principal del nuevo centenario era América, pero alguien recordó Granada, la destrucción de la cultura árabe, el espíritu de cruzada, la expulsión de los judíos de Sefarad, la constitución de una unidad nacional, administrativa y política, bajo el signo de la intolerancia y las persecuciones religiosas, y la subyugación de culturas regionales. De monolítica, la celebración monumental se ha vuelto polivalente, ambigua y polémica. ¿Qué vamos a celebrar, la extensión de la cruzada española en ultramar, el origen de la ideología heroica y de casta, la destrucción integral de las culturas americanas o la liquidación de la cultura judía en España?

Así como la transición democrática ha confrontado abrupta y hasta violentamente a la cultura española con valores y formas de vida que había rechazado secularmente, la gran fiesta del 92 le pondrá cara a cara, acaso también brutalmente, con un pasado y, por tanto, con una realidad histórica propia, que hasta ayer creyó poder ignorar en nombre de la gloria, del honor o del sentimiento trágico de la vida.

Todavía recientemente un político español escribía: "No podemos permitir que la culpa histórica nos inhiba frente al futuro: no ha habido genocidio, no hubo destrucción, ni persecución, ni cruzada". Es una cita que pertenece, históricamentehablando, a una España que se está enterrando. Las generaciones más jóvenes ya no necesitan confesonarlos para desplazar lnstitucionalmente las culpas de su propia conciencia. Existe culpa porque existe una mayor conciencia, y ésta no puede forjarse sin pasar por aquella puerta. Quería citar eso: la culpa, la conciencia histórica, la nueva actitud necesaria frente al pasado, más reflexiva, menos preocupada por la legitimación de una identidad nacional que siempre ha pagado demasiado caro la grandilocuencia de sus gestas heroicas, en Fin, más creativa, más concreta y, por tanto, más ligera y desencorsetada. Éste debería ser, en rigor, el último acto de tal centenario. Algunos signos apuntan en esta dirección: comienza a discutirse la realidad americana, antropológica, económica, cultural. Eso es bastante nuevo para la cultura española.

A espaldas de la gran fiesta del 92, pero no lejos de ella, Latinoamérica está afrontando una crisis y una devastación social y cultural que en muchos aspectos recuerda su antecesora, la primera destrucción de las Indias. A espaldas de la efeméride, la antropología, la historiografia y la crítica reconstruyen desde hace años la visión de los vencidos, las múltiples raíces de las culturas de América restauran sus fragmentos, toman contacto con su núcleo histórico más creador. Son ésos precisamente los factores interesantes del asunto, los centros de atención para una nueva sensibilidad social y también cultural, tanto en América como en España. En cuanto a la fiesta, es o será un gran espectáculo. O más bien la síntesis del circo, el mercado y la cultura bajo el signo de la escenificación multimediática de la historia como espectáculo. Pero ése es asunto para otra página.

Eduardo Subirats es profesor universitario y filósofo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_