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La Europa poscomunista

Se creyó durante algunos meses, particularmente en la República Democrática Alemana (RDA), que en el Este nacería un nuevo socialismo, o al menos, ya que esta palabra era execrable -como en Polonia lo es incluso izquierda-, nuevas formas de acción social y política. Tal ilusión se disipó rápidamente. Los más pesimistas hablan hoy de caos; los más optimistas, del imprescindible tránsito hacia la economía de mercado con toda su violencia, lo que demuestra hasta qué punto existe una convicción dominante en esos países: el sistema comunista no es reformable. En primer lugar hay que desembarazarse de él antes de pensar en elegir un futuro, y sólo se conoce un remedio para eliminarlo definitivamente: la economía de mercado. Ésta no es preferible por sí misma, sino porque es lo que los economistas llaman un shock. El problema está en saber si el enfermo sobrevivirá a este shock o si morirá curado del socialismo. El drama reside en que allí donde la crisis económica es más profunda, la introducción de la economía de mercado debe ser más brutal, puesto que es allí donde la desorganización es mayor y menos eficaz la asignación de recursos. Polonia se halla en esta situación y también Rusia (porque ya casi no se puede hablar de Unión Soviética). Es en ella donde primero se observa más claramente la clásica concatenación: derrumbamiento de la economía dirigida, brutal shock económico a la chilena, reacción populista. Idéntica secuencia ya se observa en Rusia, donde el más vacilante llamado a la economía de mercado va acompañado por la escalada de un populismo del que Yeltsin es el principal representante. ¿Por qué no agregar que esta misma secuencia se advierte en otros países, en particular en Francia, que también vivió la decadencia de una economía dirigida y pasó bastante bruscamente al liberalismo, lo que provocó la vigorosa ascensión del populismo de Jean Marie Le Pen?¿Es posible evitar esta secuencia, y, sobre todo, puede evitarse que el triunfo del populismo traiga aparejado el caos económico? El problema está planteado en muchas partes del mundo y en particular en América Latina, donde Menem se debate en su propia contradicción, consistente en ser un populista dedicado a aplicar una política liberal, y donde Fujimori ha sido llevado al poder por los peruanos que temían un shock liberal que les hiciera soportar sacrificios parecidos a los que Collor impuso en Brasil.

La respuesta no es fácil. Aparentemente sólo pude darse una política social de disminución de desigualdades, de protección a los más débiles y a las víctimas de la crisis, cuando existe cierta capacidad de gestión y, por tanto, una cierta racionalidad económica. ¿Habrá que seguir el ejemplo de Chile, aceptar el aumento de la desigualdad y de aventuras especulativas, para que finalmente se forme una clase de empresarios que asegure el porvenir económico del país y acepte el retorno a la democracia, pues saben que no pueden vivir eternamente protegidos por privilegios y apoyarse en un mercado interior exangüe?

Pero la objeción surge de inmediato: el modelo chileno suponía la existencia de un régimen autoritario; en Europa central, por el contrario, es en pleno proceso de retorno a la democracia cuando se lleva a cabo el tránsito a la economía de mercado. Y esta apertura democrática tiene muchas probabilidades de servir para que de ella saquen provecho las fuerzas nacionalistas o populistas, soliviantadas por los efectos dramáticos de la liberalización económica. Si se teme esta salida y si se descarta la solución que asocia liberalismo económico y autoritarismo político, ¿podemos inclinarnos hacia otra solución que no sea el caos en el que parecen haberse empeñado ciertos países, desde Yugoslavia a la Unión Soviética?

La única solución que se divisa es una decidida incorporación económica, y por tanto política, a Europa occidental. ¿Qué necesitan los países poscomunistas? Aprender a administrar una economía de mercado les es mucho más vital que superar un retraso técnico; formar equipos de empresarios, reconstruir un sistema de precios y disponer de los créditos necesarios para superar esta etapa, hacer desaparecer los cuellos de botella, reconstituir las ramas de producción. Exactamente empresarios y créditos es lo que necesitan estos países, pero en cantidades tan masivas y en un contexto económico y cultural tan desfavorable que mal se puede ver cómo esta ayuda podría ser aportada de una forma distinta a un compromiso directo, tanto de las empresas como de los Estados occidentales. Los franceses miran con cierta satisfacción cómo el franco adquiere fuerza en relación al marco, debilitado por sus compromisos con la RDA. Hacen mal, pues los alemanes realizan en este momento inversiones que les permitirán precisamente superar este periodo crítico de cinco años de la RDA y disponer antes de finales de siglo de un poderío económico considerablemente acrecentado y de un mercado interior -o casi interior- comparable al de Japón. Lo que podría estremecer e incluso destruir a Europa. Por el contrario, es necesario que Italia, España, los Países Bajos, Bélgica, Francia y, por qué no, incluso el Reino Unido -si es que le queda aún algún vigor industrial- tomen parte en esta reconstrucción de Europa central después de la cual vendrá, necesariamente, la asociación de esta región a una Europa que habrá demostrado su realidad política, su capacidad de actuar como una unidad.

¿A qué se debe que los países de Europa occidental se sientan tan poco implicados con lo que sucede más allá de la destruida cortina de hierro? Esta indiferencia no se explica por causas económicas: Europa es próspera y ha realizado inversiones importantes en Estados Unidos. Tampoco por que Europa central sea un coto de caza reservado para Alemania; la necesidad de capitales y métodos de gestión es tan inmensa que hay lugar para todos los que quieran responder.

La explicación pareciera ser que en todos los países de Europa, excluyendo a Alemania, la voluntad política es débil, y lo es porque ya no hay movilización social en torno a grandes opciones. No es una paradoja decir que es la debilidad de los debates nacionales lo que explica la debilidad de las iniciativas internacionales. El hecho de que seamos incapaces de répresentar en la escena internacional el papel que debiera ser el nuestro obedece a que nuestra conciencia social y nacional es débil. Vivimos en el localismo y el corporativismo, no nos satisfacemos con una democracia local cuando la economía se ha vuelto internacional. Es esta creciente disociación entre la vida económica y la vida social lo que debilita nuestra capacidad política, nuestra conciencia de las inmensas tareas que nos ofrece la historia, y deberíamos saber cabalmente que estamos absolutamente obligados a cumplirlas si queremos seguir siendo uno de los grandes centros de desarrollo del mundo del mañana.

Desde hace cierto tiempo se habla menos del 1 de enero de 1993. Me alegro de ello porque esta imagen, que reduce a Europa a un espacio de laisser faire, laisser passer es demasiado tradicional. Europa no existirá porque las fronteras económicas entre los Estados sean completamente destruidas; existirá si se crea la voluntad de hacer conjuntamente grandes cosas, y ¿acaso existen objetivos más concretos y a la vez más nobles que la reconstrucción de las sociedades desiruidas por los regímenes comunistas y la acogida de sus habitantes en la civilización europea de la cual han sido expulsados?

Alain Touraine es director del Instituto de Estudios Superiores, de París.

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