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Ideas y etiquetas

Durante el año admirable de 1989, mientras se caían el muro y los restos de tantos espejismos, dos cantantes a los que un tal Andy Warhol lanzó en los años sesenta al estrellato a través de la Velvet Underground, invento de su caótica factory, y que después han seguido carreras separadas con cierto éxito bajo los nombres de Lou Reed y John Cale, se reunieron para grabar un disco conjunto, Canciones para Drella, en memoria de la Cenicienta de Pittsburgh, que cambió sus vidas y las de tantos otros.En una de las canciones, Caras y nombres, Warhol se lamenta por boca de Cale de las confusiones a las que conduce la necesidad de relacionar caras y nombres cuando se lleva una vida social intensa y superficial. Curiosamente, el problema se le plantea de otra forma al intelectual consagrado que quiere seguir hablando de todo pero no tiene, lógicamente, tiempo para leerlo todo. Ideas y etiquetas se debería llamar ahora la canción. Es más cómodo enfrentarse a etiquetas identificables y mejor si no son muy populares) que discutir ideas.

Comencemos por el principio. En los primeros años setenta existía en la teoría del desarrollo un paradigma ortodoxo que proponía el crecimiento hacia dentro, priorizando el mercado interno sobre la competitividad exterior. Este paradigma, ligado habitualmente a la CEPAL y al desaparecido Raúl Prebisch, implicaba dos tesis muy distintas. Una de ellas es sociológica, afirma la incapacidad de las clases dominantes en los países late-comers para convertir sus ingresos (provenientes de las exportaciones primarias) en capital industrial, y sostiene que el Estado debe asumir ese papel.

La segunda tesis es económica, y supone que el crecimiento hacia dentro puede y debe sostenerse (en términos keynesianos) más allá de los cambios en la economía internacional. Postula por tanto, aunque sea implícitamente, economías cerradas. Esta tesis fue llevada al extremo en América Latina por los teóricos de la dependencia en su versión radical, proponiendo revoluciones como la cubana, que hicieran posible el aislamiento respecto al sistema mundial para evitar la explotación a través del comercio o la inversión exteriores.

Hablando muy brutalmente, a mediados de los años setenta ya era bastante evidente que no resultaba posible el crecimiento sostenido en economías cerradas, que éstas de hecho eran inevitables, y que el efecto multiplicador keynesiano sólo era funcional en condiciones de competitividad exterior. En América Latina, sin embargo, el reconocimiento de estos hechos se retrasó por dos razones: en primer lugar, admitirlos implicaba emprender políticas de ajuste en una situación de bajo nivel de vida pero altas expectativas; en segundo lugar, el crédito internacional fácil permitía posponer el problema, ganar tiempo.

El tiempo se acabó en 1982, con la crisis de la deuda, y así se hizo evidente la quiebra del propio paradigma teórico. Se vino abajo también lo que Juan Pablo Fusi y el admirable Jeeves de Wodehouse llamarían la mystique de gauche. Había que admitir que el paradigma teórico anterior no servía y buscar una más creíble estrategia progresista de desarrollo. Hubo, por supuesto, quienes se negaron a hacerlo y mantuvieron la buena conciencia a costa de ignorar la realidad o de refugiarse en ese pesimismo culto que Alistair MacIntyre identifica con la senda de san Benito.

Pero también ha habido quienes lo han intentado, sin aceptar el simple retorno a Adam Smith y a confiar en que las ventajas naturales garanticen, a través de un mercado libre de toda intervención estatal o pública, un crecimiento estable que permita a los países latinoamericanos (por poner un ejemplo) repetir un siglo después la experiencia de la industrialización británica. Como era de esperar, quienes se aferran al viejo paradigma contra viento y marea consideran que quienes lo han revisado son sólo aliados de los neoliberales. Pero sería mejor exponer y discutir las dos líneas fundamentales de lo que podríamos llamar una nueva versión del desarrollismo:

1. Un país con ventajas naturales en la exportación de materías primas debe industrializarse para sobrevivir. No es ya un dogma cepalino, sino una necesidad impuesta por la evolución del comercio mundial, marcado por un creciente proteccionismo de los países desarrollados en el sector primario, proteccionismo que se puede y se debe intentar cambiar con un esfuerzo prosaicamente burgués, pero no va a desaparecer de un día para otro.

2. La estructura social de los países subdesarrollados (por no decir periféricos) exige cierto papel del Estado en la creación de una industria competitiva. El ejemplo japonés parece mostrar resultados más positivos que los intentos de hacer desaparecer al Estado, sin más, de la vida económica de muchos países latinoamericanos. Sin duda, la industralización hacia dentro ha terminado en un callejón sin salida; es bastante claro que el sector público es en buena medida un lastre y no una palanca en América Latina, pero el desafío es reconvertir a la vez el Estado y la industria, no borrarlos del mapa.

A diferencia de lo que sucedía hace 20 años, quienes hoy se plantean estas cuestiones no tienen detrás una mística (todo lo más una moral), y menos una certidumbre: hay una década de experiencia neoliberal por valorar, desde Chile al Reino Unido de Thatcher. Pero sabiendo que sólo manejan hipótesis, cuya verosimilitud se contrastará a medio plazo, esperarían por ello que fuera posible un debate educado con quienes piensan que la experiencia histórica no permite añadir nada a Adam Smith. Está bien que los liberales escriban artículos provocativos sobre el fracaso de la combinación perversa de desarrollismo y populismo en Argentina, como lo hacía el profesor Tortella en el número 3 de Claves. Pero cabría esperar algo mejor en el recurso al tótum revolútum ante la observación, ya muy matizada, de que incluso desde posiciones liberales es algo exagerado sugerir que Argentina perdió el paraíso por tratar de industrializarse, y no por la forma que lo hizo.

Seamos serios: puede que sobreviva una izquierda bienpensante, pero no es probable que vaya más allá de denunciar al FMI o de alertar a los ciudadanos de la RDA de que la libertad acarrea los problemas del mercado libre. La discusión no va por ahí: el peligro no es que la mística de izquierda provoque nuevas inquisiciones, sino que los liberales se encierran, paradójicamente, en el de te fábula narratur de Marx y se nieguen a discutir si el mercado garantiza el crecimiento a los países del Sur que imiten el modelo inglés de los siglos XVIII y XIX, si la única condición para que la acumulación se traduzca en industrialización es que el Estado mantenga sus sucias y torpes manos fuera del mercado. Tesis que es legítima, pero quizá más ideológica que realista: el MITI y los keiretsu no son marxistas ni peronistas, pero tampoco fruto del movimiento espontáneo del mercado, y a Japón se le suele poner como un ejemplo a imitar.

Pero se acabó el disco de Cale y Reed, y ahora suena, con Billy Bragg a la voz y a la guitarra, una anticuada pregunta: Which side are you on? Si lo que se desea es que quienes desconfían de la eficacia limitada del mercado para asegurar el desarrollo confiesen que son de izquierda, nada que objetar. Otra cosa es que la confesión vaya a ser creída por todo el mundo, y que con su generosa globalización sobre lo que sea la izquierda bieppensante en España el profesor Tortella no corra el riesgo de ser tomado por un miope que ve tigres donde sólo hay gatos.

Ladolfo Paramio es director de la Fundación Pablo Iglesias.

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