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El camino rojo

Antonio Muñoz Molina

En el amanecer del día de la batalla los guerreros ya no se pintan la cara de rojo ni se cubren la cabeza con un tocado de plumas de águila antes de cabalgar hacia el enemigo sobre sus rápidos caballos sin montura ni freno. Tampoco usan arcos y flechas para defenderse, como hace más de un siglo, de los soldados que disparaban tranquilamente contra ellos sus Winchester de repetición, pero tal vez todavía se alientan los unos a los otros gritándose con el vértigo del peligro que hoy es un buen día para morir. Ahora los guerreros, en vez de pintarse la cara, se la cubren con un pañuelo como los forajidos de los westerns, y completan su antifaz con unas gafas oscuras, acaso por miedo a ser reconocidos en las fotografías. Llevan camisetas ajustadas, gorras de béisbol, botas militares, y se yerguen sobre las barricadas que han levantado para detener una invasión que ya dura siglos, sosteniendo con gallardía y descaro fusiles automáticos. En el tedio de julio, las fotos y los despachos de agencia cuentan la lejana sublevación de los indios mohawk, que no quieren ver el bosque donde yacen sus muertos talado y convertido en un campo de golf ni seguir resignándose al oprobio de una retirada que los trajo a Canadá -"la tierra de la Gran Abuela", la llamaban los sioux- cuando el ferrocarril y el ejército y las rapaces compañías mineras los expulsaron de los territorios que habían sido suyos desde siempre, y seguirían siéndolo, les aseguraban los emisarios del Padre Blanco de Washington, "mientras el agua fluyera y creciera la hierba". Pero aquellos hombres pálidos y barbudos, que vestían levitas oscuras y manejaban legajos, nunca cumplieron sus promesas, y el agua dejó de fluir y la hierba de crecer porque los guerreros y sus mujeres y sus hijos fueron acosados y diezmados, y los supervivientes de aquel exterminio, confinados al destierro en reservas desérticas donde, para agravar la humillación, se les obligó a vivir en casas rectangulares, circunstancia que para nosotros es irrelevante, pero que para ellos, acostumbrados a concebir el mundo y la vida en comunidad como un círculo sagrado, constituía no sólo una afrenta, sino una ruptura irreparable del orden de las cosas.Seguramente los guerreros mohawk serán vencidos otra vez y las excavadoras arrasarán el bosque de sus antepasados con la misma eficacia con que los fusiles de los cazadores blancos aniquilaron a las manadas oceánicas de bisontes para que los indios no tuvieran carne de la que alimentarse ni pieles con las que hacer sus vestidos y sus tiendas de nómadas y ni siquiera tendones curtidos para sus arcos. En el verano de 1990 los guerreros han recobrado el coraje de las causas inútiles, tan denostado en estos tiempos que hasta las novelas y el cine le niegan ya su hospitalidad, y es posible que algunos de ellos adviertan que su fugaz rebeldía es la conmemoración de otra batalla que casi no llegó a serlo, por que no fue más que una rigurosa matanza de mujeres y niños celebrada por el ejército norteamericano el 29 de diciembre de 1890 en un lugar llamado Wounded Knee.Alguien ha escrito que el fin del mundo es un hecho frecuente: sucede cada vez que muere un hombre. Para los indios norteamericanos el apocalipsis ocurrió hace unos cien años, y el día del juicio universal fue una mañana helada y luminosa de invierno: "Mujeres, niños y recién nacidos muertos o heridos yacían dispersos en los lugares por donde habían intentado huir. Los soldados los habían perseguido mientras corrían y los habían matado. Algunas veces los cadáveres estaban amontonados, porque habían tratado de cobijarse entre sí, y otras, diseminados por todas partes. Grupos enteros de ellos habían sido asesinados y despedazados a cañonazos. Vi a una criatura tratando de mamar, pero su madre estaba ensangrentada y muerta...". Estas palabras pertenecen a un testigo de la matanza de Wounded Knee. Se llamaba Alce Negro, y cuando contó su historia a un escritor norteamericano que fue a entrevistarle en 1931 era un septuagenario casi ciego que no tenía miedo de morir, sino de que su memoria se perdiera y, con ella, la del pueblo vencido al que pertenecía y el testimonio del mundo que había conocido. Aquel anciano pesaroso que vivía en una choza de troncos levantada en la tierra estéril de una reserva y que ni siquiera hablaba inglés había sido un joven héroe, un cazador, un guerrero, un médico, un visionario, un brujo. En su primera infancia, cuando se negaba a comer, su madre le amenazaba con entregarle a los hombres blancos, los wasichus, a los que él, venturosamente, no había visto nunca. A los 13 años presenció, tan aturdido como Fabrizio del Dongo en Waterloo, la batalla de Little Big Horn, donde los sioux dieron muerte al general Custer para mayor gloria de Errol Flynn y de la épica mentirosa del cine. Antes de cumplir 30 años ya era un superviviente del apocalipsis. Lo enrolaron contra su voluntad en el circo siniestro de Buffalo Bill; vio como una pesadilla inexplicable los edificios y las luces nocturnas de Nueva York; cruzó el mar en la bodega de un transatlántico y temió que éste caería a un abismo cuando llegara al final de las aguas; vio venir en una carroza resplandeciente a la reina Victoria, a la que él llamaba la Abuela Inglaterra; anduvo varios días perdido por las calles de Manchester, donde su larga cabellera negra y sus rasgos cobrizos sembrarían un desconcierto no inferior al que provocaban en su imaginación las máquinas y las -ciudades y los mares de los hombres blancos; volvió a América para asistir a la lenta extinción de su pueblo, desterrado del camino rojo, que era para ellos el de las cacerías felices y las batallas victoriosas, extraviado para siempre en el camino negro, el del hambre y las retiradas invernales, el de la rendición y el fracaso.

Dice Cioran que el tiempo, cómplice de los exterminadores, destruye la moral. Basta la distancia de algunos años, o incluso de unos pocos kilómetros, para que cualquier atrocidad se desdibuje en la indiferencia de la historia o en la lectura distraída de una crónica de sucesos: no hay crimen del pasado, no hay abuso ni tiranía que por el simple hecho de haber ocurrido no acaben pareciendo indiscutibles y legítimos. Leyendo las palabras de Alce Negro sentirnos la matanza de Wounded Knee como una injuria, corno una desgracia que nos ha ocurrido a nosotros. Estudiada en un Ebro de historia se convierte en una peripecia menor inevitablemente exigida por las leyes del progreso o por la lógica impasible del desarrollo económico. Pero resignarse moralmente al pasado es tal vez el mejor preludio para resignarse al presente, y considerar natural un genocidio cometido hace un siglo puede peligrosamente inducirnos a aceptar con igual naturalidad a los exterminadores de ahora mismo, a los madereros que incendian y saquean las selvas del Amazonas, a la apacible junta directiva de ese club de golf canadiense que ha estimado oportuno extender las vallas metálicas de su propiedad en dirección a un bosque donde habitan las almas en pena de los difuntos mohawk. Cabe pensar que para quienes han perdido un continente entero la pérdida de un solo bosque no debería tener ya demasiada importancia. Durante generaciones, esos hombres sin tierra y sin porvenir han transitado el camino negro. Ahora se visten de guerreros y esgrimen sus armas automáticas con la misma gallardía suicida con que en otro tiempo tensaron sus arcos, y antes de sucumbir a los disparos y a los gases lacrimógenos de la policía y de escuchar el rugido de las excavadoras que vulnerarán la tierra de sus muertos sueñan que el fin del mundo no llegó a sucederles y que han regresado al camino rojo, el de la libertad y el valor, el que ya no frecuentan los desacreditados héroes de la realidad ni los proscritos ilusorios del cine.

es escritor.

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