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Las drogas la gran ciudad

Encuestas recientes confirman de nuevo que el problema más preocupante para el ciudadano neoyorquino continúan siendo las drogas; más que el crimen, más que el desempleo y más que la economía. Basta con examinar las increíbles cifras oficiales: 600.000 drogadictos, 100.000 arrestos anuales por consumo o venta de drogas, 4.000 recién nacidos al año que llegan al mundo enganchados, 276.000 niños de padres adictos, 120.000 comsumidores de droga por vía intravenosa infectados por el HIV, el virus del sida, que ya es la causa principal de muerte entre niños de uno a cuatro años y de adultos de entre 24 y 35 años. Con este escenario se comprende la preocupación ciudadana. Cada día son más los observadores que apuntan que las drogas y sus consecuencias son el reflejo más dramático de la anomia urbana, de la desintegración de los usos sociales que azota a esta influyente metrópoli de siete millones y medio de habitantes, que se ha definido como un vibrante mosaico de razas y culturas.Nueva York se ha convertido en un punto de referencia obligado, en el que claramente se puede observar cómo las drogas destruyen la fibra ciudadana desde su misma base; la familia, las escuelas y el trabajo. Para planificadores sociales y políticos de la sanidad, Nueva York es también el laboratorio ideal donde probar nuevos remedios y donde evaluar el impacto de estrategias de intervención pública para hacer frente a las drogas. Expertos de todo el mundo pagan la visita. En sus breves estancias en la gran urbe, observan y preguntan; también muchos se identifican, de paso, con la frustración e impotencia de sus colegas neoyorquinos ante el inmenso problema de la drogadicción, que, aunque más devastador en Nueva York que en sus tierras de origen, también ellos viven. La pregunta ineludible de casi todos los visitantes es cómo vemos en Nueva York el problema de las drogas y su tratamiento.

He aquí algunas de las respuestas: vemos, por ejemplo, que el énfasis en combatir el problema de la oferta de las drogas a nivel nacional e internacional, a pesar de los millones de dólares invertidos en controles de fronteras, policías, tribunales y cárceles, ha tenido un impacto mínimo, y que, por tanto, se ha de acudir a nuevas estrategias que enfoquen decididamente el problema de la demanda por medio de campañas de prevención selectivas y de tratamientos accesibles sin los obstáculos tradicionales burocráticos. Que para que las medidas de prevención tengan éxito deberán de ser especializadas y tendrán que diseñarse de forma específica para hablar en su lenguaje a la población en peligro. Sobre todo deben llegar a los jóvenes en su propio medio; a la familia, la escuela, a los centros sociales y comunitarios donde se concentran y, obviamente, a las cárceles. Hay que lograr que el mensaje educativo, más que sugerir soluciones o eslóganes simplistas, como el de say no to drugs, tan de moda en EE UU durante la Administración de Reagan, o proveer información sobre la historia, la farmacología y los efectos novedosos de las drogas, describa crudamente y en detalle las consecuencias nocivas de las drogas y, al mismo tiempo, destaque los beneficios y el atractivo potencial de un estado físico y mental saludables. Todos los medios de comunicación son útiles a la hora de diseminar el mensaje, pero la televisión, el más costoso, es, indudablemente, el de mayor impacto.

Hemos aprendido que los drogadictos no son todos iguales, que las causas y las circunstancias de sus adicciones varían y que sus problemas y necesidades también cambian con el tiempo. Por tanto, cada drogadicto debe de ser evaluado individualmente; el tratamiento debe adaptarse al drogadicto y no el drogadicto al tratamiento. Nos parece que hasta que encontremos la cura específica de la drogadición, el menú de intervenciones terapéuticas debe de ser variado e incluir tratamientos no convencionales como la acupuntura; intervenciones médicas tradicionales como los fármacos, la metadona, la desintoxicación y la rehabilitación, y los grupos de autoayuda como los narcóticos anónimos, los talleres manuales y las granjas en el campo. Especialmente efectivos son los case managers, o gestores sociales, que se responsabilizan de un grupo de drogadictos 24 horas al día y les ayudan en la jungla de la burocracia del sistema sanitario y de los servicios sociales, evitando así que pierdan la motivación que les llevó al tratamiento.

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Hemos visto que el alcohol, la marihuana, los tranquilizantes y las anfetaminas son, usualmente, la antesala a las drogas duras, sobre todo en los jóvenes. También, que tanto el abuso de alcohol como de droga son adicciones de raíces etiológicas similares y que, por tanto, la separación clínica de estos problemas o la administración separada de los programas de tratamiento de alcoholismo y drogadicción no tienen sentido. De hecho, los drogadictos puros son la excepción; la mayoría consumen simultáneamente múltiples drogas y alcohol.

Hemos aprendido también que los problemas de salud -tuberculosis, sífilis y sidapredominan entre los drogadictos, y que la drogadicción en mujeres embarazadas, cada día más frecuente, presenta problemas de salud pública extraordinarios y de largo alcance. Consecuentemente, es indispensable facilitar servicios primarios de salud a estos enfermos al mismo tiempo y en el mismo lugar que los programas de drogadicción.

Para que los programas de tratamiento tengan éxito, la comunidad debe participar activamente en su desarrollo y ejecución. Todo tratamiento debe ser cuidadosamente evaluado, y, la evaluación debe estar basada en la continuidad de la asistencia al tratamiento y en la abstinencia rigurosa de los drogadictos. Medidas coercitivas o incentivos, como conceder la libertad provisional., aseguran la colaboración de los pacientes y aumentan el éxito de cualquier intervención terapéutica, aunque provoquen la clásica controversia entre los grupos libertarios y los que subordinan el papel del individuo al de la sociedad, entre el derecho a proteger a los incapacitados frente al derecho de éstos a tomar sus propias decisiones por autodestructivas que sean. También creemos que los beneficios Potenciales de la legalzación o despenalización de las drogas palidecen ante el disparo en el consumo y los enormes problemas de salud pública que la legalización desataría.

Finalmente, hemos aprendido a aceptar que las drogas son sustancias psicotrópicas poderosas y extremadamente adictivas, que, sin duda, producen placer y eliminan temporalmente el dolor, la depresión y la angustia. Que las drogas siempre han estado y siempre estarán con nosotros. Que la intensidad del problema de las drogas en un momento dado simplemente refleja las condiciones sociales y existenciales de la sociedad, el grado de desintegración de la familia, el nivel de apatía social y de desesperanza de autorrealización; la incongruencia entre aspiraciones y oportunidades, entre los valores que pregonan el placer y los que exaltan el autosacrificio; el desequilibrio entre el deseo de autodeterminación y la tolerancia hacia el sufrimiento humano. Vemos que el mayor obstáculo para atajar el problema de las drogas, no es tanto el problema de recusos limitados ni la falta de motivación de los políticos, como la ambivalencia y, las actitudes conflictivas de la sociedad hacia los drogadictos, a los que unas veces se les contempla como criminales y otras corno enfermos; unas veces se les encarcela y otras se les hospitaliza; se les rechaza o se les compadece. Estas actitudes contrapuestas probablemente nunca desaparecerán, ya que están arralgadas en valores sociales y costumbres inevitablemente divergentes.Luis Rojas Marcos es psiquiatra. Dirige el Sistema Hospitalario Municipal de Salud Mental de la ciudad de Nueva York.

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