Reafirmación de voluntad centrista
He leído con gran interés el editorial de EL PAÍS del miércoles 11 de julio Ser o no ser suarista. El propio título me incita a unas reflexiones políticas en parte contradictorias con las tesis del artículo editorial y en parte complementarlas. Mi propósito no es tanto polemizar como tratar de arrojar luz sobre lo que, al parecer, no se recibe claramente.El análisis de la historia del CDS, con sus aciertos y sus errores, no debería aislarse de la evolución del proceso político español en los últimos años. En síntesis, el CDS nace con un doble propósito: de una parte, profundizar en las libertades públicas y consolidar y perfeccionar las instituciones democráticas recién implantadas; dé otro lado, contribuir a la configuración en España de un Estado de bienestar moderno y eficaz, de tal manera que se superase la crisis financiera en que estaba inmerso a principios de la década, se corrigiesen sus excesos burocráticos y se conservara y mejorara su carácter de instrumento básico para impulsar políticas redistributivas.
Desde 1982 hasta tiempos muy recientes fue difícil, por no decir imposible, el diálogo con el Gobierno socialista. Denunciamos una y otra vez su prepotencia, su manera de ejercer el poder y su pretensión de imponer, con carácter irreversible, una hegemonía política apoyada en mayorías absolutas que minusvaloraba el papel de las minorías en el seno de las instituciones. Por otra parte, las políticas de ajuste, concebidas y ejecutadas sin suficientes compensaciones sociales y con daño para los servicios públicos, deterioraban la situación de millones de ciudadanos, perjudicando la estabilidad institucional. El pensamiento social liberal y progresista del CDS, reflejado en su defensa de la más amplia libertad, la mayor solidez del sistema de instituciones y su sensibilidad social como exigencia de realización de los derechos y libertades fundamentales, encontraba en la actitud gubernamental y de su partido un muro que hizo más rígida nuestra actitud de oposición.
Al propio tiempo, el fracaso de gestión de algunos ayuntamientos socialistas era, a nuestro juicio, tan manifiesto que la sustitución de sus equipos municipales se convirtió en una exigencia ineludible. No hubo, pues, unos pactos políticos globales con la derecha, sino unos acuerdos de gestión limitados en el tiempo y en el espacio, aunque el PSOE y su poderosa maquinaria de comunicación -con la inestimable colaboración del PP, que una vez más cayó en la trampa con la tesis de la nueva mayoría- lograron empapar a la opinión pública de la imagen contraria al grito de "¡vuelven las derechas!".
Los negativos resultados de las elecciones al Parlamento Europeo, así como los insuficientes votos obtenidos en las últimas elecciones generales -retroceso con respecto a los de 1986-, abrieron un proceso de autocrítica en el interior del partido. Nuestro trabajo político en la oposición en el periodo 1986-1989 no impidió un nuevo triunfo del PSOE, aunque fuese con sensible pérdida de votos.
El discurso de investidura del presidente González imprime un cambio de rumbo a la trayectoria del Gobierno. Ofrece diálogo, acepta la necesidad de mejorar libertades e instituciones y se muestra más flexible y proclive hacia la concertación social. La respuesta del CDS no podía ser sino positiva en la medida en que se abría una puerta no ya al cumplimiento de algunos de los principales objetivos programáticos del partido, sino a la realización de la vocación del CDS en el terreno institucional y social. Desde el debate parlamentario de investidura hasta el congreso de Torremolinos hubo en el CDS un amplio debate interno que afectó a estrategias, tácticas y métodos de dirección del partido. Nadie puso cortapisas a la discusión, y las tesis que propuso nuestro comité nacional, formalizadas, como es lógico, en las ponencias, fueron aprobadas en el congreso por mayorías abrumadoras. Es la hora de cumplirlas. Pero hay que dar tiempo al tiempo. Por eso no puede afirmarse que el CDS ha sido arrojado a las tinieblas del extraparlamentarismo en las recientes elecciones gallegas y andaluzas. Era ya extraparlamentario en Galicia y Andalucía; y en todo caso no resulta hacedero recoger los frutos de una estrategia en tan breve tiempo, como señalé en el discurso de clausura del congreso.
Es posible que algunos militantes no entiendan unas decisiones que, coherentes y fundadas, como creo que acabo de demostrar, requieren en su ejecución una fase de maduración. Es probable que una buena parte de la opinión pública no comprenda aún lo que el CDS trata de conseguir. Tengo, sin embargo, la convicción y la esperanza de que nuestros electores alcanzarán a ver que cuanto pretendemos mediante el diálogo con el Gobierno es positivo, porque nos permite ejercer influencia en la vida pública, cumplir algunos de nuestros compromisos prograrnáticos, contribuir a la estabilidad política e institucional y ser fieles a la razón de ser fundacional del CDS.
A la vista de estas consideraciones, me parece injusta e incierta la afirmación final del editorial. Hay en el CDS definición táctica, estratégica y programática tan concreta como la de cualquier fuerza política, y en algunos casos, más precisa. Los programas con los que el CDS concurrió a las elecciones europeas y generales son mucho más comprometidos que los de nuestros competidores. Algunas de nuestras propuestas ya se han incorporado a la legalidad española en la ley presupuestaria o están en vías de hacerlo en la ley de educación o en la reforma del sistema electoral. Desde otra perspectiva, la reciente propuesta por unanimidad del comité ejecutivo de la Internacional Liberal y Progresista para mi reelección como presidente de la misma -y pido excusas al lector por aportar este dato personal- no deja hueco para la tan manida como indemostrable afirmación de que el CDS carece de ideología.
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