Brigada contaminada
EL DESMANTELAMIENTO de buena parte de la Brigada de Estupefacientes de Algeciras por su presunta implicación en el tráfico de drogas, que esos mismos agentes tenían encomendado reprimir, no es un hecho inesperado ni sorprendente. La corrupción es un ingrediente que se muestra constante en la economía de la droga. Como precedente más cercano se puede citar a Bélgica, donde la mismísima Brigada Central hubo de ser totalmente desmantelada a comienzos de los años ochenta debido a que ese grupo especial, con su jefe a la cabeza, había introducido a través del aeropuerto de Bruselas mucho más hachís paquistaní que las propias mafias. En Estados Unidos, por su parte, se han descubierto casos que implican a sheriffs, policías locales y federales, incrementándose su número conforme la lucha contra la droga alcanza el calificativo de histórica.España no podía ser diferente, y la corrupción ha saltado a la palestra en cuanto los jueces han arremetido contra un fenómeno clave de nuestra potente economía sumergida. El caso concreto de Algeciras tiene un alcance inicialmente local, pero sugiere problemas de mayor calado y extensión. La primera de las contradicciones que surgen en el análisis del mundo de la droga es la gran desproporción que existe entre los beneficios multimillonarios que genera y la moderación de los salarios de quienes deben combatirlo. Un desequilibrio que en el caso español se ve potenciado por lo rudimentario de los medios que se utilizan: mientras que en la mayor parte de los países occidentales la policía dispone de balanzas móviles que se desplazan al lugar del delito para efectuar la primera pesada de lo requisado, en España se utiliza lo primero que se encuentra, con lo que siempre se puede alegar que la primera evaluación no tiene carácter de prueba. Ese descontrol puede generar casos de espectaculares diferencias entre lo incautado y lo que consta en el sumario, siendo el más notable el de los 150 kilos de cocaína desaparecidos en una aprehensión de una tonelada en mayo de 1988 en Irún.
Preocupa el que un producto más valioso que el petróleo circule por cuarteles de la Guardia Civil y comisarías con menos controles que otros materiales arcanos, pero hoy menos valiosos, como son el oro y la plata. A ello hay que añadir la inquietante actitud de las autoridades, incapaces de reconocer que tal situación propicia las irregularidades, atribuyendo a errores humanos lo que, convenientemente colocado en el mercado, alcanza miles de millones de pesetas.
La falta de seguimiento -bien por exceso de confianza o por simple dejadez- de la actuación de los agentes de la ley y del orden en la persecución del narcotráfico puede producir el resultado paradójico de propagar un clima de sospecha generalizada, ante el que cualquier autoridad se sentirá maniatada. La economía de la droga es naturalmente rica en zonas ambiguas susceptibles de fundamentar tales sospechas: en su contexto, un tejido social predispuesto a jugar la doble moral de despreciar el producto pero no sus enormes ganancias económicas; en el corazón del problema, unos Estados que tienden a controlar el tráfico, conscientes de que su erradicación es imposible; en el horizonte, la perspectiva de unas instituciones que, a base de cambiar tolerancia por información, droga por confidencias, pueden llegar a convertirse en las administradoras del negocio, en el gran capo di mafía.
Ésta es la segunda contradicción, y tal vez la definitiva, de la lucha contra el narcotráfico que está dando sus primeros pasos serios en España. La corrupción estaba ahí, ahora hay pruebas. Los indicios superan el ámbito de lo local y el juego sucio de acusaciones en que tiende a degenerar la competencia abierta entre la Guardia Civil, la policía y los cuerpos de aduanas implicados en estas tareas. Las nuevas vías de acción abiertas por la justicia han lanzado un gran interrogante: ¿cómo es posible que las declaraciones de los arrepentidos lleguen a los acusados en pocas horas? Si algunos ámbitos de la Administración actúan al borde de la legalidad, con su declarado mercadeo de las confesiones; si los métodos son primitivos, cuando no directamente delictivos; si las luchas internas entre cuerpos de funcionarios obstaculizan la acción de la justicia, y si la sociedad civil, o una parte de ella, como algunas oficinas bancarias proclives a esconder la cabeza bajo tierra ante el volumen monetario que mueven, no actúa eficazmente contra lo que pretende perseguir, el resultado será una larga y fecunda carrera para quienes hace tiempo optaron por los beneficios inmediatos del tráfico de drogas.
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