Claridad contra confusión
LA TRANSPARENCIA y la objetividad con que se está llevando a cabo la investigación sobre lo sucedido en la Foz de Lumbier (Navarra) constituye un hecho positivo en sí mismo, sea cual sea su resultado definitivo. Positivo porque garantiza la fiabilidad de los resultados finales. Positivo porque refuerza el prestigio de las instituciones del Estado de derecho. Positivo porque muestra la virtualidad de su funcionamiento ante quienes pretenden destruirlas.Las autoridades gubernativas han reaccionado en este caso con rapidez de reflejos. Y la juez encargada del caso lo investiga meticulosa y diáfanamente. Contrariamente a lo acaecido en otros sucesos de oscura apariencia, en éste brillan por su ausencia la opacidad informativa y la obstrucción a la investigación judicial. La celeridad con que el ministro del Interior compareció en el Congreso para poner a disposición de los diputados los datos e hipótesis que obraban en su poder pone de manifiesto que el Gobierno ha optado por la claridad frente al oscurantismo. Esta actitud debería convertirse en regla de oro para la conducta de Interior, especialmente en este tipo de sucesos, en los que, a la postre, gana más quien oculta menos.
En estos momentos, y a la espera del resultado final de la investigación, los indicios acumulados -fundamentalmente el dictamen sobre las autopsias y los abundantes datos aportados por la declaración del miembro del comando terrorista superviviente- refuerzan la hipótesis del suicidio colectivo del grupo de activistas de ETA cercado el pasado 25 de junio en la Foz de Lumbier por fuerzas de la Guardia Civil. El acceso de los abogados del etarra Germán Rubenach, único testigo directo de los hechos, a las pruebas practicadas y su presencia en las declaraciones efectuadas por su defendido ante la autoridad judicial, robustecen la verosimilitud de esta versión. Hasta el punto de que, si bien la rechazan, son incapaces, como han reconocido, de ofrecer por el momento otra explicación alternativa que goce de mayor credibilidad.
La última palabra sobre lo sucedido realmente no podrá pronunciarse hasta que el juez no concluya la investigación, pero los testimonios y las pruebas aportados hasta ahora han reducido sustancialmente el campo de la duda. Se alejan cada vez más las hipótesis insinuadas en cualquier otra dirección, incluida, naturalmente, la del asesinato a sangre fría de los terroristas por los compañeros del guardia civil abatido. Acción exterminadora de dificil encaje lógico con el hecho de que fueron los propios agentes quienes trasladaron al hospital al etarra superviviente -único testigo directo de los hechos-.
Resultan endebles los argumentos colaterales como el de que la psicología de ETA no indica propensión al suicidio -imprudentemente adelantado por Ardanza y que dio lugar a insinuaciones, igualmente imprudentes, lanzadas contra el lehendakari por sus compañeros socialistas de Gobierno-. Y además de su endeblez, no se corresponden con el proceso de galopante degradación moral en que se halla inmersa la banda terrorista ETA a partir, sobre todo, de su decisión de asesinar a su dirigente histórica María Dolores González Cataráin, Yoyes, inflexión definitiva en la curva del delirio. La aceptación de la muerte a manos de colegas de comando, si ello se confirma inequívocamente, debe ser entendida como un mecanismo fatal destinado a alejar irreversiblemente la posibilidad de cualquier desviación del ánimo mesiánico y visionario que caracteriza a los profesionales del terror.
El fanatismo etarra ha recorrido ya, según todos los indicios, todos los escalones en su lento y continuado descenso a los infiernos: desde el fallecimiento en refriega y la ejecución de la pena de muerte privada y unilateral hasta llegar al asesinato-suicidio. La autodestrucción de los activistas, la omnipresente y envilecedora acción contra Yoyes, los asesinatos de ancianos (el último de ellos, abatido la semana pasada en San Sebastián cuando un capitán jubilado acababa de comprar el pan y el periódico, ignorando que su paseo era escrutado por personas cuya valerosa misión consistía en verificar que el recorrido era siempre el mismo), las explosiones en masa o el frío asesinato de cualquier agente policial marcan esa trayectoria.
Hasta la infernal paradoja final: quienes se llenan la boca de los derechos de su país acaban llenándosela de tiros, suprimiendo en sus propias personas el primero de todos los derechos, el derecho a la propia vida.
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