Cómo acabar con los beneficios excesivos
Cuando los socialistas llegaron al Gobierno a finales de 1982, la economía española padecía, entre otros males, de insuficiencia de beneficios empresariales. Los síntomas eran evidentes: las suspensiones de pagos y las quiebras aumentaban sin cesar, la inversión se reducía cada año y el desempleo crecía espectacularmente. En aquella época en que todo el empleo era fijo, unas 300.000 personas perdían su puesto de trabajo cada año.La política socialista consiguió, entre otras cosas, mejorar sustancialmente los beneficios de las empresas. Y la inversión. Y el empleo. Se ha dicho con razón que la política aplicada no fue muy original, que se puede encontrar en cualquier libro de texto de economía. Pero no olvidemos que hubo que escuchar, explicar y convencer.
Hoy, cualquiera entiende que para que funcione la economía es imprescindible que las empresas obtengan beneficios. Ahora lo que se cuestiona es si los beneficios no habrán pasado de ser insuficientes a ser excesivos. Y, en segundo lugar, la gente se pregunta qué debe hacerse con los beneficios excesivos. Si se deben repartir o debe forzarse a los empresarios a que los reinvertir.
Nivel adecuado
Déjenme anticipar mi contribución al debate: primero, creo que, en efecto, en los últimos años España ha pasado por una situación en que se han producido beneficios excesivos; segundo, creo que lo mejor que se puede hacer con los beneficios excesivos es acabar con ellos.
En realidad, detrás del juicio sobre el nivel adecuado de los beneficios está el Juicio sobre su contribución al bienestar de la sociedad. El juicio sobre el cuánto depende del cómo se hayan obtenido los beneficios. Aquí es inevitable recordar a los fundadores de la economía, los moralistas escoceses del siglo XVIII: convencidos de que era inútil empeño el de cambiar una naturaleza que lleva a los hombres a buscar su propio beneficio, concentraron su atención en diseñar un sistema por el cual esa búsqueda de beneficio individual produjera beneficios para toda la sociedad.
Estos filósofos descubrieron que, con libre competencia, si alguien obtiene un beneficio excepcional es porque está haciendo un servicio a sus ciudadanos. Bien porque se ha puesto a producir algo que a nadie se le había ocurrido, o porque ofrece más calidad por el mismo precio, o porque consigue hacer los productos más baratos a través de mejoras en la producción, en la organización, en la distribución, etcétera. El sistema de libre competencia garantiza que nunca son excesivos los beneficios, por altos que sean. Por el contrario, si no hay competencia el empresario subirá los precios y se enriquecerá sin haber prestado ningún servicio a sus conciudadanos.
Es evidente -e irritante- que en España muchos se han enriquecido sin esfuerzo alguno en los últimos años. Ello ha sido posible porque han disfrutado de falta de competencia. Pero ¿cómo es posible que esto se haya producido justamente cuando la economía española se estaba abriendo más que nunca a la competencia internacional como consecuencia de la entrada en el Mercado Común?
La respuesta es que en el mismo periodo la demanda agregada ha crecido en exceso, y una demanda excesiva produce en determinados sectores los mismos efectos que la falta de competencia. En la mayoría de los bienes, cuando hay exceso de demanda sobre la producción nacional, las importaciones aumentan. El desequilibrio aparece en la balanza comercial, pero no se producen beneficios excesivos. Las importaciones impiden que las empresas se aprovechen de ese aumento de la demanda. Pero hay muchos bienes que no se pueden importar, como, por ejemplo, los servicios o la vivienda. Si la oferta nacional no crece a un ritmo suficiente subirán los precios y aparecerán los beneficios excesivos.
Cuestión de tiempo
Es verdad que en algunos de estos sectores todavía queda margen para mejorar la reacción de la oferta a cambios en la demanda. Es verdad que un deficiente planeamiento urbano o una gestión burocrática, en la medida en que retrasan los aumentos de la oferta, son muy responsables de que los actuales propietarios se enriquezcan sin ningún esfuerzo por su parte. Pero incluso con el mejor plan imaginable y la más eficiente gestión el aumento de la oferta lleva su tiempo. Si la demanda se recalienta en exceso no da tiempo a atenderla, con lo que se producen fuertes crecimientos de precios y, por ende, beneficios excesivos, fundamentalmente en el sector servicios.
La inflación de demanda es doblemente injusta. Por una parte, reduce la renta real de todos: asalariados, trabajadores por cuenta propia, funcionarios, pensionistas... Por otra, esta renta se transfiere a un grupo de empresarios y propietarios que tuvieron el privilegio de administrar la escasez. Es el mundo en el que florecen los especuladores.
Los proyectos de repartir estos beneficios o de obligar a sus dueños a reinvertirlos son demasiado benevolentes con estos beneficios. Las políticas que impiden que se produzcan plusvalías son mejores que las políticas que quieren expropiar las plusvalías. La razón es que la gente siempre se resistirá a que le quiten el dinero, incluso aunque haya sido ganado fácilmente, y, por tanto, nunca lo devolverá todo. Lo mejor es que no lleguen a ganarlo.
Mejor que negociar el destino de los beneficios excesivos es no dar oportunidad a los empresarios a que negocien lo que no deberían apropiarse. Tratar de corregir los efectos de una inflación causada por un exceso de demanda o exceso de regulaciones a base de introducir -con más regulaciones- arena en los mecanismos del mercado no sólo no ataca la raíz del problema, sino que incluso puede complicarlo.
Enfriamiento
Todo esto está muy bien. Pero ¿cuáles son las políticas que impiden que se generen beneficios excesivos? ¿Qué se puede hacer? Pues lo que hay que hacer es lo que se está tratando de hacer: enfriar la economía. Hay que aplicar lo que los econornistas llaman políticas de demanda agregada -sobre todo la política fiscal- para conseguir que la demanda crezca a un ritmo más moderado, un ritmo al que pueda adaptarse la oferta, los precios no se disparen y, por tanto, nadie pueda enriquecerse injustificadamente.
Debemos volver cuanto antes a recuperar los equilibrios macroeconómicos. La moderación, que es siempre la mejor guía de política económica, servirá además para acabar -radicalmente- con los que se aprovechan de la inflación de demanda.
Es un signo de salud moral que la mayoría de los ciudadanos se indignen porque alguien se enriquezca sin haber aportado nada a la sociedad. Pero si queremos resolver efectiva y duraderamente estos problemas, deberíamos utilizar otra vez la economía para elegir las políticas adecuadas. Aunque no sea nada original.
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