Psicoanálisis de la selección
A fines de los cincuenta, inmediatamente después del éxito de Brasil en el mundial de Suecia, el Athletic de Bilbao contrató a un técnico de ese país suramericano en cuyo carné de identidad decía que su profesión era la de psicólogo. Se llamaba Martín Francisco, por lo que la chavalería bilbaína le bautizó como Martín Paco. Un psicólogo era lo que necesitaba aquel equipo tras el trauma de la salida de Daucik, con el que los de San Mamés habían conquistado dos copas y una liga. Martín Paco no logró ningún título, pero hizo una gran labor terapeútica. Su principal mérito fue convencer a los rojiblancos de que eran capaces de marcar los goles en racimo: 33 anotaron en cuatro partidos consecutivos, contra el Gijón, Celta, Osasuna y Betis. Una media de ocho tantos por encuentro. La selección española, especialmente la quinta esa que constituye su columna vertebral desde hace años, hubiera necesitado los servicios de un psicoanalista, o al menos de un Martín Paco.¿A quién asesinaba simbólicamente Michel con aquellas puñaladas al aire con que se desfogaba tras cada uno de sus goles a Corea? "Me lo merezco", gritaba mientras señalaba su pecho en pleno delirio y, corría sin rumbo, como buscando a alguien que sin duda habitaba dentro de su corazón. Al finalizar el partido descubrió a su padre en la grada, y a él entregó su sudada camiseta. Todo bastante transparente, pese a lo cual ni Delgado Meco ni Luis Suárez acertaron con el tratamiento adecuado.
El gallego tampoco supo comprender, pese a la sabiduría atribuida a todo antiguo interior izquierda, que el problema de Martín Vazquez era la barba que se dejó crecer en vísperas del mundial. Como Suárez hace treinta años, Martín Vázquez había desertado para irse a Italia. No debía tenerlas todas consigo cuando pretendió ocultarse tras esa careta que le ha oscurecido la mente en los momentos decisivos. Si Luis Suárez hubiera sido más perspicaz hubiera ordenado a su discípulo que se afeitase antes del partido contra Yugoslavia. Es casi seguro que con ello Martín Vázquez hubiera acertado con el marco de Ivcovik tras el segundo recorte, en el minuto 51, y todo hubiera sido diferente.
Butragueño atraviesa el síndrome de Peter Pan. Se ha plantado en los 27 con el mismo aspecto que tenía cuando cursaba cuarto de bachiller en el colegio de los Escolapios, y sigue resistiéndose a crecer. Un tratamiento de choque (y nunca mejor dicho) hubiera requerido combinar la persuasión y la vitamina C. Mucho zumo de naranja y algo de terapia ocupacional. Por ejemplo, encargarle de limpiar las botas después de cada entrenamiento. De esa manera hubiera comprendido para qué sirven y optado por el disparo seco, modo Schillaci, con preferencia al regate circular. Pues hay que ayudarle a salir de esa espiral reiterativa en que está atrapado.
Claro que siempre cabe argumentar que el cuarto de la quinta, Manolo Sanchis, no ha necesitado hacerse la permanente chez Lacan para conservar la cabeza despejada. Pero es que en su caso se ha aplicado una fórmula alternativa, la misma que, a espaldas de Martín Francisco, seguía cierto masajista del Athletic hace tres décadas. Cuando veía a algún jugador cariacontecido, tristón, como dudando, le miraba a los ojos y dictaminaba: "éste lo que necesita es comer buenas chuletas". Y lo mandaba a pasar unos días en La Rioja. De dónde volvía tan campante y con hambre de cuero.
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