El otro grito de Buenos Aires
CARLOS ARES El grito de un gol, uno sólo, abrió la boca de fuego de un volcán en el centro Buenos Aires. Nunca antes, ni siquiera cuando Argentina ganó la Copa del Mundo en 1986, se sintió temblar así a los suburbios. Aquel grito, el de México hace cuatro años, fue de festejo y era esperado. Este, del pasado domingo frente a Brasil, al que nunca Argentina había podido gan ar en torneos de este nivel, incorporó la rabia a la alegría de la victoria. A nadie importó la forma en que se consiguió el resultado final. La gente se derramó en las calles feliz por haber encontrado el carné de identidad que creía definitivamente perdido.
Los gafes del mal humor y los ríos calientes de la impotencia venían revolviéndose desde que se escucharon los silbidos del público italiano contra Maradona en el partido inaugural del Mundial. Una sociedad que en los últimos 20 años ha pasado por las más duras humillaciones, entre las que debe incluirse la guerra de las Malvinas en 1982, no podía soportar que se tocara al único motivo de orgullo que le queda.
El pronóstico para el partido del domingo no podía ser peor: "Maradona tiene el tobillo izquierdo destrozado", se leía en los periódicos. Las imágenes de la televisión aportaban la prueba documental. El tobillo de Diego parecía un huevo morado y ten so. Para colmo, los mismos jugadores contribuían al pesimismo general con sus declaraciones optimistas: "Podemos intentar el milagro". El entrenador y médico, Carlos Bilardo, repasaba los órganos afectados. El pie de Maradona, la cintura de Ruggeri, el músculo cuádriceps de Burruchaga, los pulmones de Glusti que todavía no reservan aire suficiente. "La base del equipo no está bien", reconocía un Bilardo apesadumbrado.
Pero algo extraño sucedió ya en el amanecer del 24 de junio. Las emisoras de radio evocaron al cantante de tangos Carlos Gardel, muerto hace ahora 55 años en un accidente de aviación, y el eco de la voz de mayor mito popular argentino que rebotaba en toda la ciudad provocó una absurda ilusión. "Lejana tierra mía/ de mis amores/ ¡cómo te nombro! / en mis noches sin sueño / con las pupilas llenas de asombro / dime estrellita mía / que no son vanas / mis esperanzas".
Un sol potente, cálido y glorioso, fortaleció la premonición. La televisión conectó con el partido a las 12.00 horas en punto. Desde entonces hasta las 13.38 minutos de la tarde no se oyó ni siquiera un rumor. El descanso entre un tiempo de juego y otro fue percibido apenas como el murmullo de una oración que la muchedumbre rezaba sin dejar de golpearse el pecho: "Somos un desastre". Pero luego, cuando la mano izquierda inflamada del Pie de Maradona hizo ese único y último desesperado esfuerzo y envolvió en su remolino a cuatro defensas brasileños para dejar a Caniggia solo frente al portero, el aire contenido en el pecho del país se disparó y el hongo atómico del grito se vio desde la cordillera de los Andes.
Como era de esperar, el jefe del Estado, Carlos Menem, aprovechó la oportunidad para salir por televisión: "Goles son amores", dijo y se atribuyó el resultado: "Yo anuncié que ganaríamos por 1-0. Para que luego hablen de que soy mamufa [gafe]". Un supuesto mérito que no rebaja ni un gramo la sospecha popular que pesa sobre él.
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