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El espectro del neoclientelismo

Existe un tipo de singularidad cultural constituida por un conjunto de creencias, usos y actitudes, en parte legado de una serie de tradiciones que se remontan tiempo atrás y en parte resultado de su renovación y su redefinición en las circunstancias actuales, que cabe considerar como inconsistente con las reglas y los valores de la sociedad abierta y como una expresión de atraso histórico (desde la perspectiva de los ideales normativos de esta sociedad). En el caso de España, por ejemplo, es evidente que los españoles han ido adoptando nuevas instituciones en los campos de la economía y la política durante todos estos años, y tratando de modificar sus actitudes en consecuencia. Pero una cosa es contar con unas instituciones y comenzar a hacerlas funcionar, y otra, muy distinta, que funcionen correctamente. Para esto, las gentes tienen que interiorizar los valores y las reglas implícitas en aquellas instituciones y tienen, por tanto, que adquirir una suerte de sabiduría tácita (por analogía al conocimiento tácito), lo cual, a su vez, requiere un periodo de ejercicio sostenido en la autodisciplina y el esfuerzo moral. Si ello no sucede así, podernos encontrarnos con que las reglas de juego del pluralismo democrático y el debido proceso de la ley, de los mercados abiertos y la competición meritocrática son distorsionadas sistemáticamente. En su lugar podemos ver aplicadas reglas muy distintas: por ejemplo, las reglas de juego típicas de aquellas sociedades tribales o cerradas que están basadas en una separación moral rígida entre ellas y el mundo exterior, y cuya vida cotidiana se ajusta a un modelo de relaciones y arreglos entre redes complejas de patrones y clientes. Estos arreglos limitan o modulan el acceso de los miembros de una sociedad al mercado, la aplicación igual de la ley, la carrera burocrática o el poder político, favoreciendo a aquellos que pertenecen a las clientelas en cuestión y colocando en manos de los patronos el poder de distribuir este acceso entre sus clientes.Cabe observar arreglos de este tipo en todas las sociedades modernas, aunque puede suceder que tales arreglos sean más visibles y tengan raíces más profundas precisamente en los países de la Europa mediterránea, al menos en comparación con los países de la Europa central / septentrional. La cuestión es si tales arreglos condicionan, en el caso de este o aquel país, la mayor parte o una parte sustancial de las estrategias reales de los actores, o si tienen sólo una importancia marginal.

Estos arreglos necesitan ser disfrazados en aquellas sociedades que se reclaman de criterios universalistas, pero para esto cabe recurrir a disfraces muy diferentes: el dogma o la ideología política, el patriotismo local o regional, el orgullo nacional o la ética profesional. Lo importante es que, en la práctica, los individuos y los grupos sean capaces de escudarse contra las consecuencias de las competiciones abiertas (sean éstas ideológicas, políticas, económicas, profesionales o de otra índole); de colocarse bajo la protección de una u otra red de patronos, dirigentes políticos, burócratas o amigos influyentes, y de beneficiarse de las coaliciones entre estas redes. A veces sucede, incluso, que tales arreglos sean vistos con ambivalencia por extranjeros condescendientes que no los aceptarían en sus propios lugares de origen pero que en un arranque de simpatía superficial y en parte de autocomplacencia dan en estimarlos, si no admirarlos, en sociedades donde desde luego no van a vivir, como indicadores de un arte de vivir del que sus propios compatriotas (no ciertamente ellos mismos), al parecer, carecen.

Sucede, sin embargo, que hay conjuntos de reglas cuya ínteriorización define a las gentes y a las sociedades como civilizadas o incivilizadas, según los criterios normativos de las sociedades abiertas. Tales son las reglas (universalistas) que requieren que el trabajo sea realizado con honestidad profesional, evitando el fraude, la chapuza y el disimulo de la incompetencia técnica; las reglas del respeto a la dignidad y la libertad, así como a la propiedad y la seguridad física de los individuos, independientemente de su poder, riqueza, status, género, religión o ideología, y las reglas de la lógica y el argumento racional en las discusiones intelectuales y los debates morales. Estos tresconjuntos de reglas de producción, sociabilidad y cognición implican, a su vez, el reconocimiento de un espacio privado para los individuos, en el cual puedan tomar decisiones (en los campos de la producción, la vida social y las actividades cognitivas) de las que, a su vez, quepa imputarles la responsabilidad. Entre tales decisiones se incluyen, precisamente, aquellas relativas a cuáles sean los grupos y los otros individuos que tomen como objeto de sus compromisos morales y afectivos; en otras palabras, aquellas decisiones relativas a las comunidades morales a las que quieran pertenecer. En consecuencia, estos conjuntos de reglas requieren de las gentes no sólo su disposición a someterse a las sanciones externas que se seguirían de su incumplimiento de las mismas, sino, sobre todo, su convicción íntima de que tales reglas, y el espacio privado correspondiente, son, por así decirlo, sagradas, y constituyen las señas de identidad de su pertenencia a una sociedad civilizada. Sólo si esta convicción íntima está suficientemente difundida podemos hablar en verdad de una sociedad civilizada; si tal cosa no sucede, sólo cabe hablar de una promesa de civilización aún sin cumplir.

Ahora bien, sólo determinados tipos de usos y de moral cívica o política son compatibles con las reglas de producción, sociabilidad y cognición (y su corolario del respeto al espacio privado de los individuos) de las sociedades abiertas o civilizadas. En contraste con ello, cabe imaginar una sociedad donde la política democrática se ha convertido en un juego de competición por el poder jugado entre políticos profesionales con sus máquinas electorales y sus clientelas partidistas, y donde el pueblo soberano es reducido a un papel de espectador; donde la administración de la justicia es, o es percibida como, tan ineficaz e ineficiente, o la definición de la ley tan ambígua, que la trampa con la ley (y su correlato, la aplicación errática o discriminatoria de la misma) se convierte en una expectativa social normal; donde la promulgación de decretos y órdenes administrativas se ajusta regularmente al cruce de influencias entre burócratas, políticos, profesionales, empresarios y otros líderes sociales que defienden en parte los intereses particulares de sus corporaciones, pero

Victor Pérez Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y director del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March.

El espectro del neoclientelismo

tanto o más los suyos propios; o donde, por ejemplo, los subsidios de desempleo (o sus equivalentes) son un complemento rutinario de los ingresos obtenidos en la economía subterránea o semisubterránea, a escala masiva y con la complicidad de las autoridades locales, los partidos, los sindicatos y las iglesias (y cuyo otorgamiento, aunque sazonado con un poco de retórica populista, es de facto la contrapartida a un voto deferente).Todos éstos serían signos de que, en esta sociedad imaginaria, la promesa de una sociedad civilizada distaba todavía de cumplirse. Por supuesto que este nivel más bien bajo de moralidad cívica al que tales indicios se refieren sería compatible con el respeto externo de las formalidades legales, que, por lo demás, todos sabrían imposibles de cumplir, so pena de condenar el país al caos o al estancamiento; y sería perfectamente compatible con afirmaciones reiteradas y enfáticas de los principios democráticos. Más aún, cabe pensar que sin semejante énfasis una parte del encanto de la situación quedaría roto, porque una parte crucial del aprendizaje del oficio del hombre público en estas circunstancias, a saber, la capacidad para pasar, con arte y con soltura, del lenguaje de los principios al lenguaje de la vida real, ,quedaría sin utilización.

Parece obvio que, en tales condiciones, el respeto íntimo de la ley está condenado a amortiguarse, si no a perecer, antes o después; y que, en un contexto de usos y prácticas semejantes, muchos individuos tenderán a jugar el juego de los intercambios entre sí y con las autoridades públicas con el espíritu de hiperindividualismo exacerbado de quien se enorgullece en ser más listo que todos los demás; y tenderán a usar sus conocimientos particulares de las intimidades de la Administración pública, antes o después, y sistemáticamente, para su propio enriquecimiento. Es muy comprensible también que, en estas condiciones, se desarrolle una estructura de las reputaciones que concede los mayores honores (el triunfo) a quienes adquieren el poder de repartir mercedes entre sus clientes, actuales o potenciales.

Todo este conjunto de actitudes y comportamientos puede constitutir, ciertamente, la base de una singularidad culturalapropiada a la que podríamos llamar una sociedad neoclientelista (neo, en el sentido de manifestación reciente o nueva, en algunos aspectos significativos, de una tradición ancestral); pero debe añadirse que este tipo de singularidad cultural es uno que, desde el punto de vista normativo de la sociedad abierta, constituye un tipo inferior (siendo probablemente el testimonio de un fracaso de los mecanismos institucionales de la formación de una ciudadanía libre, unos mercados abiertos y, en algunos casos, un carácter moral).

Todos estos signos, obvio es decirlo, son claramente visibles en España, aunque no sólo en España. Podemos encontrar huellas de todo ello en otros países de la Europa occidental y en todas las democracias capitalistas del mundo (Y, ocioso es recordarlo, aún más numerosasen sociedades de otros tipos). Pudiera incluso ocurrir que estas sociedades se movieran tentativamente en la dirección de las sociedades cerradas y neoclientelistas, protegidas de la competición exterior y proclives al estancamiento. Pero en tal caso la situación debería ser definida como la de un campo de lucha entre lo que muy simplificadamente cabe caracterizar como dos tradiciones culturales en conflicto, la propia de las sociedades abiertas y la propia de las sociedades cerradas del pasado: una lucha cuyo resultado, siempre provisional, se decide, una y otra vez, sólo para tener que volver a decidirse, generación tras generación.

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