Por una regeneración de la democracia
Los años setenta fueron en España los de la transición de la dictadura a la democracia. Los ochenta han sido los de la consolidación democrática. Y, ante los visibles síntomas de deterioro y degeneración del sistema político representativo, los noventa deberían ser los de las reformas legales e institucionales, así como los acuerdos normativos sobre criterios de conducta en el seno de la clase política, que conduzcan a su regeneración.Esta nueva etapa se hace necesaria precisamente porque la transición fue un éxito y la consolidación posterior ha eliminado las amenazas que hacían temer por la subsistencia del nuevo régimen. Ahora es cuando es posible observar, sin los temores de hace un tiempo y con la perspectiva de todos estos años de desigual funcionamiento de elecciones, Parlamentos, partidos y Gobiernos, las carencias y los efectos perversos de muchos de los mecanismos actualmente vigentes en el marco constitucional.
No parece posible ya eludir que el primer campo de mejoras posibles y necesarias es el del sistema electoral. Como pudo observarse en las pasadas elecciones generales, con el sistema actual suelen producirse algunas preocupantes anomalías. Baste recordar que en uno de los sucesivos resultados provisionales que se dieron momentáneamente por oficiales, el PSOE alcanzaba la mayoría parlamentaria absoluta por una diferencia de dos votos (contabilizados en la circunscripción de Murcia), y con los resultados definitivos consiguió formar Gobierno monocolor por el voto añadido de un solo diputado, todo ello habiendo obtenido menos del 40% de los sufragios populares. De hecho, las deformaciones de la representación en el actual sistema electoral español son superiores a las que se dan en cualquier otro país occidental, incluidos aquellos con sistema mayoritario (como ha mostrado recientemente Richard Gunther). También pueden resumirse estas deformaciones en el dato poco conocido de que, con el sistema actual, un partido podría obtener una mayoría parlamentaria absoluta con sólo el 3VI de los votos. Todo ello obliga no sólo a asegurar la eficacia y la imparcialidad de la Administración judicial en esta materia, como ahora parece discutirse entre algunos partidos, sino a revisar críticamente el conjunto de los criterios de representación que fueron adoptados mediante decreto, en los inicios de la transición y posteriormente consolidades a través de ley. Así, la existencia de unas circunscripciones provinciales muy desequilibradas en población, de un mismo número mínimo de representantes en cada una de ellas y de una cifra globalmente baja de diputados, son elementos que, tanto o más que la habitualmente denostada ley d'Hondt, deforman gravemente la representatividad de los ciudadanos y merecerían ser objeto de reconsideración.
Un segundo campo de reformas pendientes es, sin duda, el de los procedimientos y usos parlamentarios. Es digno de recordar que, con los sistemas actuales de votación en el Congreso y el Senado, una minoría parlamentaria puede elegir una mayoría de cargos de designación indirecta, como los que componen las mesas de las Cámaras, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Consejo de Administración de RTVE, el Tribunal de Cuentas, el Consejo de Seguridad Nuclear y otros organismos. Con los mismos procedimientos, una mayoría parlamentaria ajustada puede obtener, en estas elecciones indirectas, mayorías cualificadas de dos tercios o de tres cuartos, suficientes para que con ellas los órganos citados tomen decisiones con una orientación monocolor.
Junto a éstos y otros procedimientos institucionales que favorecen la imposición de una mayoría absoluta con limitada base social de apoyo y los abusos de poder, hay otros que, por el contrario, incentivan la inestabilidad de los equipos de gobierno.
Esto sucede especialmente en los Parlamentos de las comunidades autónomas y en los Ayuntamientos, donde, como es sabido, en los últimos años se han multiplicado los cambios de coaliciones mayoritarias entre partidos durante un mandato parlamentario sin intervención del elector. Puede afirmarse por ello que los actuales procedimientos de designación de los presidentes de comunidad autónoma y de los alcaldes, así como las facilidades para la presentación de mociones de censura -que contrastan con las restricciones a esta medida en las Cortes Generales-, han provocado efectos negativos desde el punto de vista de la estabilidad, la fiabilidad de los representantes y la eficiencia de la gestión gubernamental.
En este mismo campo de funcionamiento interno de las instituciones representativas hay que hacer especial mención del transfuguismo, ampliamente practicado tanto en las Cámaras de ámbito estatal como en las de ámbito autonómico y municipal. No parece que el reforzamiento de algunas normas de disciplina interna de los partidos o los llamamientos a la moralización cívica de los políticos hayan tenido hasta ahora mucho éxito, por lo que seguramente es necesario recurrir a incentivos y penas disuasorias legales más efectivos, tanto en los reglamentos parlamentarios como en los procesos de confección de las listas cerradas y, bloqueadas de candidatos a las elecciones.
Los dos campos mencionados, el electoral y el de las reglas parlamentarias, tienen estrecha relación y no es fácil articularlos de modo que la obtención de resultados positivos en uno de ellos no facilite la consecución de nuevos efectos deletéreos en el otro. Así, una reforma del sistema electoral en un sentido más proporcional produciría probablemente un sistema más multipartidista, y en éste habría mayores probabilidades de coaliciones cambiantes entre partidos al margen de la voluntad expresa de los ciudadanos. En cambio, un sistema electoral más próximo a los criterios mayoritarios reduciría este último factor de inestabilidad y de deslealtad de los representantes a sus electores, pero falsearía la representación al reducir el abanico de partidos con posibilidades de entrar en los Parlamentos.
A todo ello se añade, como
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tercer campo de reformas, la importante cuestión de la descentralización política o distribución territorial del poder. Los pactos de la transición para la cuestión autonómica, inevitablemente improvisados y de desiguales resultados, muestran hoy sus insuficiencias. Algunas de ellas son debidas al hecho de que las instituciones europeas tienden a asumir un volumen creciente de competencias, que altera la distribución relativa de poderes entre el Gobierno estatal y las comunidades autónomas, y a imponer una mayor vinculación jurídica de los ciudadanos de los diversos Estados. El desafío en este campo consiste, pues, en crear formas de cooperación -hoy casi inexistentes- de los Gobiernos autónomos en la formación de la política general del Estado, conseguir un mayor automatismo en la marcha cotidiana de las relaciones intergubernamentales y reducir burocracias superpuestas e ineficientes, contribuyendo al mismo tiempo a reducir el déficit democrático que hasta hoy ha tenido la construcción institucional de la Comunidad Europea.Las reformas de los procedimientos institucionales en los campos electoral, parlamentario y autonómico requieren un cuarto ámbito de renovación: el de los propios partidos políticos, que son agentes principales de los procesos señalados.
En la democracia española, los partidos cuentan con niveles bajísimos de afiliación, lo cual los ha. convertido en máquinas casi exclusivamente dedicadas a las actividades electorales y de ocupación y reparto del poder. El hecho de estar dominantemente compuestos por profesionales de la política (o aspirantes a ello) y la intolerancia que las cúpulas muestran en general con respecto a los disidentes y heterodoxos los cierran a menudo a corrientes significativas de la opinión pública y contribuyen así a alejar a la clase política de la ciudadanía. No hay duda de que los recientes escándalos por acusaciones de tráficos de influencias, cohechos y apropiaciones indebidas de bienes públicos no harán más que aumentar el desprestigio de los políticos y el deterioro del ambiente democrático si no se aprovecha la ocasión para plantear abiertamente la cuestión hasta ahora irresuelta de la financiación de los partidos, dejando atrás hipocresías y complicidades de silencio que sólo contribuyen a extender en la ciudadanía la sospecha de una generalizada corrupción.
La enumeración de aspectos oscuros de la actual democracia española presentada hasta aquí no está inspirada, desde luego, por ningún afán iconoclasta o desestabilizador. De hecho, parte implícitamente de la comprobación de que algunas de las instituciones y reglas instauradas como resultado de la transición desde el régimen autoritario han tenido hasta hoy un excelente funcionamiento, incluidas algunas -como la monarquía- que habían provocado más verosímiles temores.
Tampoco pretende el anterior esbozo de cuestiones pendientes completar ningún programa de acción política o legislativa (en el que, sin duda, deberían ocupar un lugar importante temas como la política económica y fiscal, el servicio militar y la defensa, y los servicios públicos y de infraestructuras).
Pero es innecesario negar que el análisis crítico en que se basa el anterior enunciado conlleva algo de democrática decepción. No quiere ello decir, ni mucho menos, que convenga ahora promover una nueva edición de la literatura del desencanto, que caracterizó el paso entre la transición y la consolidación de la democracia unos 10 años atrás. Por el contrario, se trata de contribuir a interpretar de un modo digamos constructivo una nueva sensibilidad, entre escéptica y_ exigente, que parece haberse ido difundiendo en sectores cada vez más notables de la sociedad española actual. No es cuestión, pues, de ningún desengaño acerca de quiméricas o nebulosas ilusiones pasadas -el cual, dicho sea de paso, comporta siempre, por definición, lucidez y acceso a un mayor realismo- El punto de partida de la reflexión es, precisamente, una aceptación más consciente de los modestos límites con que una democracia viable puede cumplir algunas ambiciosas promesas de los inicios de la época moderna, como la posibilidad de una racionalidad colectiva y la virtualidad del ámbito público para la búsqueda de la felicidad. Es posible que ni siquiera sea bueno insistir demasiado en la contraposición entre un modelo ideológico de democracia ideal y las miserias de la democracia real, sino más bien renunciar a la retórica sobre la primera para así poder mejorar la segunda.
Éste es precisamente el sentido profundo del término regeneración, de reconocido arraigo en el vocabulario político español contemporáneo, al que se ha recurrido en el título de esta exposición. Por supuesto, la versión de aquel término que mejor puede convenir en este decenio final del siglo XX no tiene nada que ver con la advocación a un caudillismo o un elitismo providencialistas, como la de algunos exponentes destacados del regeneracionismo hispánico de finales del siglo anterior. Evocar hoy una nueva voluntad de regeneración de la política española no puede más que aludir al significado más bien literal del vocablo como renovación, reparación y desarrollo, es decir, una perspectiva de aportación continuada de elementos nuevos emparentada, si acaso, con el mejorismo que se ha extendido en los últimos años entre las principales tendencias políticas de muchos países europeos.
La elaboración e implementación de un programa de reformas como el sugerido más arriba sólo podrá ser una tarea colectiva con amplio debate y participación en los medios intelectuales, políticos y de comunicación. En este horizonte, cierta actividad universitaria podría recuperar su orientación directamente dirigida a la sociedad del momento. En ella pueden coincidir politólogos dedicados a lo que constituye su objeto de análisis más específico: el funcionamiento real de las instituciones, con constitucionalistas atentos a las razones convencionales de las normas, más que a los fundamentos supuestamente absolutos de su imperiosidad, y economistas interesados no sólo por la eficiencia de las asignaciones colectivas de recursos, sino por los procesos de su decisión. Tal vez cabría así proporcionar una estimulante posibilidad de relevancia aplicada a una labor académica e investigadora habitualmente ceñida por sus propios condicionamientos de tiempo largo, rigor formal y relativo aislamiento exterior.
También parece haber amplia coincidencia en la conveniencia de que el mundo de la comunicación eluda de una vez el falso dilema de continuar sirviendo como eco y portavoz de la clase política, en una actitud que dio magníficos resultados en la transición pero mucho más mediocres en la democracia consolidada, o revestirse de permanente debelador y desfacedor de entuertos, como algunos medios parecen haber sentido en los últimos meses la tentación de hacer.
Pero no hay duda de que la regeneración de la democracia española ha de ser en una parte fundamental obra de los políticos mismos. Por ello no hay más remedio que invitarlos una vez más a que abandonen, aunque sólo sea momentáneamente, sus intereses estrechos de grupo para defender, mediante iniciativas renovadoras, sus propios intereses comunes a largo plazo, que son los que en mayor medida coinciden con los de los ciudadanos que les dan legitimidad. En todo caso, la excusa que hoy ya no es aceptable para negarse a introducir reformas en el edificio representativo es la de que con cualquier cambio se pondría en peligro el frágil o inestable equilibrio del sistema. Precisamente porque las maniobras, trampas y componendas, que constituyen una gran parte de la labor de los políticos, han servido en todos estos años para algo -más bien para mucho, si se contempla la trágica historia de la democracia española en una perspectiva secular-, no pueden aquéllos continuar encerrados en sus juegos, complicidades y batallas internas. En interés mismo de la obra heredada de la transición y la consolidación democrática, parece muy necesario que la política española inicie, ante este nuevo final de siglo, una nueva etapa de regeneración.
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