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Los problemas de matar a un tahitiano

A veces parece que todo el mundo quiere ser Marlon Brando. En esa excelente película de Gus van Sant que es Drugstore cowboy, el joven Matt Dillon borda las difíciles técnicas de mirar con superioridad y mascullar por la comisura que Brando dominaba en los tiempos de Un tranvía llamado Deseo. En esa otra película, no tan excelente, de Walter Hill llamada Johnny el guapo, Mickey Rourke luce con orgullo los kilos de más que se puso para rodar Barfly y ese pelo grasiento que debe conseguir a base de vaciarse sobre la cabeza los cervezones que sirve en su bar de Los Ángeles a sus amigos motoristas: dos signos externos que distinguen al actor perdonavidas criado en la tradición Brando de introspección y regüeldo.Lamentablemente, Brando es desde hace unos días un personaje menos envidiado que de costumbre, y a casi nadie le gustaría estar en su piel en estos momentos: su hijo Christian, al quitar expeditivamente de en medio al novio de su hermana, le ha metido en un buen lío. Uno puede desprenderse con relativa facilidad de los periodistas y de los curiosos, pero no es tan sencillo darle esquinazo a un juez americano curtido en varios lustros de telefilmes que le han convencido de lo necesario de su labor.

La tragedia de la familia Brando sería una más en el largo historial de escándalos de la ciudad de Los Ángeles si no fuera por el componente exótico que aporta el cadáver. No se trata de una flapper desorientada como la que brutalizó Roscoe Arbuck1e ni de un homosexual patético a lo Ramón Novarro; nos encontramos ante un tahitiano que, contradiciendo la imagen paradisiaca que casi todo el mundo tiene de Polinesia y sus habitantes, le zurraba la badana a la pobre Cheyenne que era un contento. Dado que no faltarán sociólogos de salón dispuestos a afirmar que Hollywood corrompió al buen salvaje y le convirtió en una bestia, bueno será informar al querido lector de que la práctica de apalizar a la parienta es común en Tahití, Moorea, Bora Bora y demás paraísos perdidos.

Hasta hace unos meses las palabras Bora Bora provocaban en mí la misma ensoñación que se apoderaba de Frederic Forrest en Corazonada cuando su novia le proponía un viaje a los mares del Sur. Pero la realidad sustituyó al sueño cuando acepté un curioso encargo consistente en escribir los guiones de una serie documental para televisión sobre los encantos de Polinesia, serie para la que contábamos, como presentadora, con la espectacular presencia de esa dulce tahitianita llamada Vaitiare, que ustedes deben conocer sobradamente gracias a su famoso idilio con Julio Iglesias y su constante aparición en las revistas del corazón.

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Su padre, Charles Hirshon, personaje pintoresco sobre el que alguien debería escribir un libro, fue mi cicerone durante las semanas que necesité para enterarme de que la Polinesia francesa era algo más que una colección de tarjetas postales. El inefable Charlie -su padre había estado cazando caballos en Tasmania con Errol Flynn antes de instalarse en Tahití, recorrer medio mundo y acabar reventando en Cuzco- andaba lampando por Nueva York a finales de los años cincuentacuando se enteró de que los cerebros de MGM planeaban un remake de Rebelión a bordo. Aunque no había puesto los pies en Tahití desde que era un niño se ofreció como guía y encabezó la expedición americana a los mares del Sur. Por el camino se hizo amigo de Marlon Brando y acabó convenciéndole para que fuera su padrino de boda. Por el mismo precio le presentó a Tarita y le hizo ver la urgente necesidad de hacerse con un terrenito en el paraíso. Así empezó la relación de Brando con Polinesia. En estos momentos, el actor es el dueño y señor de la isla de Tetiaroa, en tiempos residencia de la familia real tahitiana y en la actualidad retiro espiritual de Brando y algunos turistas con posibles que se alojan en ese hotel, entre típico y cochambroso, que regenta un hijo del Padrino, Tehutu, un muchacho simpático y algo simplón que anda por ahí pescando mahi mahi a puñetazos.

El bueno de Charlie no es, desde ningún punto de vista, un tahitiano típico. Hijo de americano y neozelandesa, se ha pasado la vida entrando y saliendo de su lugar de nacimiento, cosa que siempre conduce a una cierta esquizofrenia motivada por la coexistencia de dos diferentes estilos de vida. Pero de esa esquizofrenia no se salvan, hoy día, ni los tahitianos puros, si es que tales elementos existen en una sociedad basada en el más total de los mestizajes.

Cuando hablas con algún francés proyecto de los que llevan años retirados en Polinesia hay una conclusión que siempre aflora en su discurso: esto ya no es lo que era. Es decir, que el paraíso que nos venden a los de fuera, el decorado exuberante poblado por sencillos salvajes que desprecian nuestra corrupta sociedad de consumo, ha quedado para siempre confinado en las películas de Robert Flaherty y las novelas de Pierre Loti. La esquizofrenia es el rasgo que mejor define a los actuales habitantes de Polinesia. Sus abuelos se conformaban con pescar, beber agua de coco y tocar la guitarra, pero nuestros contemporáneos quieren coches, televisores, videocasetes y todo lo que el mundo moderno puede ofrecerles. Lamentablemente, la genética no les ha preparado para adecuarse a los engranajes de la maquinaria occidental: más allá de los tópicos, la pereza es una realidad tremendamente tahitiana. Por mucho que el independentista Oscar Temaru intente agitar las conciencias de sus compatriotas hablándoles de orgullo y dignidad, el tahitiano medio continúa pensando que es más cómodo extender la mano hacia el colonizador, que con tal de poder seguir echando sus bombas en Mururoa le dará lo que le pida.

El pobre Temaru -según él mismo me reconoció- es utilizado por los representantes del Gobierno autónomo como espantajo que agitar cada vez que a los franceses les entran ganas de cerrar el grifo.

A los tahitianos les importa muy poco la política. Votan al que les cae mejor o a aquel cuyo innato sentido de la corrupción les va a permitir beneficiarse más. Se trabaja porque no hay más remedio, y los fines de semana son sagrados. Los viernes uno se hace con una o varías cajas de cerveza Hinano, se pasa por el videoclub a pillar unas películas de Bruce Lee -las de James Bond se consideran casi de arte y ensayo: aquí lo que mola son las artes marciales-, se queda con los amigos para cantar y reír y, cuando el consumo de alcohol es excesivo, es muy probable que las sufridas esposas se lleven una paliza.

Según me informó Bernard Agnese, jefe de policía de Papeete, las agresiones domésticas están a la orden del día, y el alcohol causa los principales problemas de orden público. Tahití está a la cabeza mundial de consumo de alcohol por habitante y de accidentes automovilísticos relacionados con la intoxicación etílica. El éxito social de los franceses durante los años sesenta tiene una clara explicación: las mujeres tahitianas recibieron con los brazos abíertos a quienes bebían con cierta moderación y no la emprendían a guantazos con ellas. A diferencia de los tahitianos, los occidentales sí tenemos segundas intenciones, y somos muy capaces de regalarle un ramo de flores a una mujer mientras pensamos en acostarnos con otra.

Por lo que he leído en la prensa, ese tal Dag Drollet asesinado por Christian Brando no parece diferenciarse mucho del tahitiano medio. Probablemente bebía y seguramente se le iba la mano con su novia. La esquizofrenia de sus compatriotas debía padecerla en grado superlativo: estaba en Hollywood, hado con la hija de Brando, pero no dejaba de ser un bruto aficionado a la cerveza y los sopapos. Su problema ha sido cruzarse con otro tipo de bruto más sofisticado, de los que saben que un balazo es más limpio y definitivo que una bofetada. Por culpa de este suceso, Marlon Brando, rey de Hollywood y señor de Tetiaroa, va a tener que interpretar el papel más dificil de su vida.

Ramón de España es escritor y periodista.

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