Falta de imaginación

A las doce menos cuarto de la mañana de ayer esta ciudad que fue descrita por el poeta Dámaso Alonso como la superficie en la que grita la nada estaba bañada de automóviles y de voces.Trescientos veintiocho coches hacían cola en la desembocadura de la avenida de América, y María de Molina era el mismo hervidero de siempre.
Por la calle de Velázquez sembraban el pánico los semáforos sudorosos, y los automovilistas iban felices, en su capacidad insólita para combinar la tragedia del tráfico con la adicción al sufrimiento: de todo ello obtienen placer. Caras sin otro espejismo que el de la posibilidad de la llegada, rostros abrasados por la necesidad del aparcamiento, citas ineludibles que se van posponiendo a medida que las manecillas del reloj del campo de mandos del automóvil dice la única verdad de la vida: el tiempo.
En cualquier otra ciudad civilizada del mundo al que creemos pertenecer se hubiera jugado a guardar el coche por un día, pero para realizar ese ejercicio de respiración hace falta imaginar, y a lo que no está dispuesto el automovilista es a renunciar a su inveterada voluntad de rutina. El coche, pues, volvió a la ciudad puntualmente, llenó de ruido las calzadas y deshizo la posibilidad de observar cómo es la luz de una vela cuando está apagada.
El aire del fracaso de ayer tiene dentro de sí la atmósfera de la mezquindad: qué se habrán creído, ¿que voy a dejar el coche en casa?.
Ésta es una ciudad de hombros: cada uno se arrima a la responsabilidad del otro, de modo que el primer automovilista que desoyó la convocatoria de ayer se asomó a su ventana, vio un coche que chillaba y se dijo: pues yo también. Como los roedores de Hamelín.
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