_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Añoranza del hispanista

El articulista reflexiona a partir del dato de que sólo el 9% de los españoles cree que los partidos se financian legalmente. Cuatro de cada 10 creen que todos usan medios ¡lícitos, y un 20% opina que sólo algunos partidos lo hacen legalmente.

Francisco Murillo cita una frase del desaparecido constitucionalista Nicolás Ramiro, según la cual mucho mejor que español es ser hispanista, y, a ser posible, sueco. Es decir, que lo nuestro es algo demasiado apasionante como para perdérselo, pero al tiempo suficientemente peligroso como para hacer prudente una cierta distancia emocional.Estoy de un sueco subido. El protagonismo que desde hace unos meses vienen teniendo los llamados casos (el caso Guerra y el caso Naseiro de momento, que sabe Dios lo que nos espera) me convoca a la añoranza contrafáctica -si es que cabe sentimiento tan extravagante- de llamarme Gustafson (como la Garbo) y profesar de titular de Literatura Hispánica en Uppsala. Pero lo peor no es eso, sino que no soy el único.

Según recientes datos de Demoscopia (EL PAÍS del 9 de abril), sólo un 9% de los españoles piensa en esta primavera que todos los partidos se financian legalmente. Cuatro de cada 10 creen que todos usan medios ilícitos para financiarse, y 2 de cada 10 opinan que sólo algunos partidos se financian ilegalmente. Ahorro al lector la cita por menudo de multitud de indicadores de opinión recientes que acreditan un muy extendido convencimiento sobre la existencia de dosis importantes de corrupción en el sistema político y, de modo singular, dentro de los partidos.

Tal clima de opinión no es sino el correlato esperable del enfoque inadecuado con que se está abordando la cuestión, y no sólo desde las instancias políticas llamadas a resolverla, sino también desde algunos amplificadores comunicacionales del asunto. Parece como si un designio perverso guiara a los protagonistas para conducir a la demostración social de que toda la cosa pública está corroída por el interés privado, mientras, a su vez, lo público corrompido vampiriza la esfera de lo privado.

Sucede, para mayor inri, que eso no es ni remotamente así. Pero cuando la lógica burocrática de los aparatos partidarios -en ilustración de fenómenos que ya estudiara Robert Michels hace más de 70 años- impone su razón oligárquica a la razón democrática, las consecuencias difícilmente pueden ser otras. En efecto, aunque los dos casos no son idénticos, resultan asombrosamente paralelas las artimañas de la razón con que desde ambos lados se pretende escapar a sus consecuencias. La estrategia minimalista que se está siguiendo por los partidos afectados transmite a la opinión el guiño de que bajo aquello que ha salido a la luz hay centenares, o quizá miles, de turbios asuntos más cuyo generalizado conocimiento es preciso prevenir como sea.

No acaban ahí los despropósitos. Hay toda una corriente en ciertos medios de comunicación según la cual el problema es que hay que resolver la financiación de los partidos políticos para que esto no suceda. Decirle al contribuyente que los partidos que se reparten más de 10.000 millones de pesetas anuales del erario público tienen que recurrir al hurto famélico para llegar a fin de mes resulta un sarcasmo digno del Guinness. Máxime en un país donde el ciudadano normal no ve al partido político más que sub specie mendicante cuando desde la vallas le pide el voto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Balanza comercial

Hay también quien, a la vista del estado del patio, ha reclamado un Fujimori. Me parece que teniendo la balanza comercial como la tenemos, con el índice de cobertura hecho unos zorros, mucho más sagaz (y, desde luego, mucho más castizo) que importar japoneses sería exportar chorizos. Esto es, que tampoco se trata de inventar la democracia fuera de los partidos ni de sacarse de la manga nuevos partidos, sino de reclamar a los que tenemos un ejercicio democrático de sus recursos y capacidades.

Juan Linz comenta a veces que es sorprendente lo poco que en los libros de ciencias sociales aparece el concepto de estupidez humana, siendo así que esa variable explica una proporción muy significativa del acontecer social. A veces la estupidez resulta inocente fuera del estropicio que ocasiona a quienes la practican. No es éste el caso. Si remontamos la vista del asunto que estamos tratando, nos encontraremos con que es muy probable que nunca en el curso de los últimos siglos nuestro destino colectivo haya estado más cerca de algo parecido a la plenitud: llevamos casi tres lustros conviviendo en democracia, hemos superado mucho mejor de lo que casi nadie pensaba nuestra incorporación a Europa, estamos organizando en forma relativamente satisfactoria la articulación de las plurales realidades nacionales en el Estado, el poder civil ha conseguido una aceptable hegemonía y, colmo de los colmos, hasta la situación económica presenta más rasgos de dinamismo y bonanza que de crisis. NI en la Restauración ni en la República ni, por supuesto, bajo las dictaduras primorriverista y franquista se había producido constelación interna y externa tan favorable a los objetivos implícitos de nuestra sociedad.

Por ello esta estupidez no es inocente. No es de recibo un comportamiento que alimenta la extensión por el cuerpo social de una suerte de cínico fatalismo respecto a la política, e incluso -haciendo de la necesidad virtud- pensar que, al cabo, tal fatalismo funciona como medicina preventiva de los excesos de entusiasmo y, por tanto, de frustración.

El antropólogo francés Henry Méchoulan (El honor de Dios) señalaba como distintivo del carácter español, origen de muchas de nuestras aberraciones colectivas en los siglos XVI y XVII, el fanatismo enraizado en un fatalismo. Alimentar el fatalismo significa dar de comer al fanatismo. Al cabo, no son sino dos caras de la misma moneda, la que hace unos años López Pintor y yo hemos Hamado "la otra España", la de una tradición político-cultural pervertida por la insolidaridad y la intolerancia.

No hay que sacar de quicio las cosas, pero no estoy nada seguro de que sea tampoco preciso esperar a que escampe. Porque a lo peor, si escampa, descubrimos que bajo el anegado fangal se han podrido las precarias raíces de la solidaridad, la tolerancia y el compromiso, de las que penosamente se nutre la rara flor de la democracia.

José Ignacio Wert es sociólogo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_