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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tres personas por segundo

LA HUMANIDAD no resiste su propio y desordenado crecimiento. En los últimos tiempos no puede ya siquiera acusar de catastrofistas a quienes le predicen los peores males. Es, en efecto, difícil ignorar un milenarismo que no se basa ya en oscuras profecías bíblicas y en misteriosos males venideros, sino en muy ciertos problemas y riesgos que padecemos habitualmente y cuyo agravamiento podemos comprobar de forma cotidiana. Hace menos de un mes se celebraba el Día de la Tierra, una llamada de atención a cómo estamos destruyendo entre todos -personas e instituciones públicas- el único sitio que tenemos para vivir.Ahora, las Naciones Unidas, a través de su Fondo para la Población, dan una nueva señal de alarma: si no se pone remedio al estado de cosas, dentro de 35 años la población mundial habrá crecido en 3.167 millones de habitantes, y dentro de un siglo prácticamente se habrá triplicado. Con 14.000 millones de seres humanos, el planeta, ya irrespirable por culpa de la degradación medioambiental (dentro de 35 años, la emisión de dióxido de carbono se habrá colocado al triple de su nivel actual), será invisible: sencillamente, faltarán espacio y alimentos.

A juzgar por la inconsciente indiferencia con que se reciben estas noticias en el mundo desarrollado, se diría que la explosión demográfica sólo afecta a los pobres y que, además, es tan lejana en el tiempo que no interesa realmente a nadie. Pero, mientras es cierto que es el Tercer Mundo el que padece mayoritariamente el problema (habrá pasado de tener un 68% de la población mundial en 1950 al 84,3% en el 2025), no lo es menos que el primero (cuyo porcentaje demográfico se habrá reducido del 32%. al 16%) estará sometido a una intensa presión inmigratoria, cuyas consecuencias políticas y económicas no pueden ignorarse.

Reaccionar ante este problema encogiéndose de hombros es una preclara manifestación de irracionalidad y, lo que es más, una muestra suplementaria de las insolidarias razones que abonan el racismo hoy de nuevo incipiente entre las naciones más ricas, países que, por la inversión de la pirámide poblacional, necesitarán cada vez más de la mano de obra procedente de una inmigración que rechazan. ¿Es la respuesta a la amenaza del crecimiento de la población mundial simplemente advertir a los países subdesarrollados de los riesgos que corren? Parece ciertamente inmoral sugerirles -o en ciertos casos imponerles- drásticos planes de control de natalidad sin ayudarles simultáneamente a mejorar su desarrollo. Como la propia ONU ha señalado en otras ocasiones, no hay mejor anticonceptivo en una sociedad subdesarrollada que la lucha contra el analfabetismo.

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Lamentablemente, suele ocurrir que los más favorecidos por la fortuna, habiendo apercibido a los demás de los peligros, se limitan a sacudir la cabeza vagamente escandalizados por la irresponsabilidad del prójimo. Después se refugian tranquilamente en la seguridad de que la explosión demográfica no les ha de afectar.

Tres nacimientos por segundo, unidos a una tasa de mortalidad cada vez menor, constituyen un insoportable incremento demográfico. A ello debe añadirse un hacinamiento imposible en ciudades inmensas, cuya mínima ventaja económica sobre unas zonas rurales deprimidas actúa como imán irresistible o como única posibilidad de supervivencia para los habitantes de estas últimas. Un proletariado desesperado abarrota barrios periféricos que carecen de los mínimos servicios sanitarios, educativos, de seguridad. Y así, en el año 2000, 25 urbes tendrán más de 10 millones de moradores; a la cabeza estará Ciudad de México, con 26 millones de habitantes.

La ONU asegura que esta década que empieza es la última oportunidad para que se diseñen planes razonables que permitan corregir la situación. Deben rediseñarse la producción de alimentos, la distribución de los excedentes y la relación del intercambio de materias primas por productos manufacturados. Deben, como prioridad absoluta, diseñarse modelos globales para que disminuya el crecimiento demográfico en los países subdesarrollados y para que éstos dejen de aportar pobres, hambrientos y analfabetos que agravarán geométricamente los problemas.

Poco se conseguirá, sin embargo, si, frente a proyectos sensatos y a la generosidad arrancada a quienes pueden ayudar a manos llenas, el mundo se topa con líderes espirituales que, como el papa Juan Pablo II, se empeña en rechazar para sus fieles cualquier sistema moderno de limitación de la natalidad y siguen predicando una salvación basada en la noción del creced y multiplicaos, probablemente válida hace 30 siglos.

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