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Ficciones parlamentarias

Un mérito al menos no ha de escatimarse a nuestra clase política como conjunto: su habilidad en esquivar las más serias cuestiones políticas. Será que escasean los filósofos-gobernantes o que abundan los gobernantes-tenderos, vaya usted a saber. Lo cierto es que en cuanto asoma por excepción algo de indudable interés común, la calculadora de bolsillo toma el lugar de los argumentos. Al consenso por el apaño, tal sería su lema. Véase, verbigracia, el caso de las incompatibilidades parlamentarias.No hay que descartar aquí una voluntad subversiva. Nos hallábamos tan ricamente en plenos festejos por la vuelta de las ovejas descarriadas al redil de nuestras democracias ... cuando algún insensato suelta la bomba. Pues ¿qué significa establecer un régimen de incompatibilidades? Ni más ni menos, por de pronto, que la confesión expresa de que una buena parte de nuestros diputados mantiene intereses particulares que pueden ser satisfechos a costa o en perjuicio del interés general. Y que esos intereses privados se revelan tan potentes como para que su renuncia les lleve a abandonar su escaño a menos que se les compense con un cuantioso sueldo público. Más aún, la medida de marras supone también la constatación indirecta de que aquella amplia porción de los parlamentarios no han sido extraídos precisamente de entre los trabajadores por cuenta. ajena. A la hora de acudir al hemiciclo, a un asalariado le sobra una disposición de esa índole: en tan rara eventualidad, la ley laboral ya le habrá dejado en inmediata excedencia respecto de su puesto de trabajo. De modo que, así leída, una norma que, requiera la incompatibilidad de los parlamentarios viene a proclamar que el Parlamento no es socialmente representativo.

Estamos, pues, por un lado, ante el reconocimiento de que la lógica privada reina universalmente incluso allí donde dice regir la pública. No parece haber móvil ni gratificación en el servicio público (afán de poder, prestigio popular, naturaleza de la tarea desempeñada, etcétera) más elevados que los de ganar dinero. Sociedad civil y Estado, en el fondo, están mucho más reconciliados de lo que se piensa. El ciudadano no acierta a desprenderse de su egoísta piel de individuo. La actividad política tiende a convertirse en una ocupación lucrativa como otra cualquiera. Lo mismo da atender hoy las necesidades colectivas de una población que asesorar mañana a la industria armamentística capaz de diezmarla. Así que todos aprendemos de paso que, si está mejor remunerada, la actividad privada resulta por eso mismo más excelente que la pública. El tropel de altos cargos corriendo presurosos hacia las multinacionales constituye una lección democrática inolvidable. Y ahora muchos diputados contribuyen a esta provechosa enseñanza con sus lamentos acerca de una retribución, mensual que sólo es mediomillonaria. Sus señorías vienen a pronunciar parecido dictamen al que en mis tiempos se decía de los estudiantes de filosofia: "El que vale, vale, y el que no, a parlamentario".

De ser así, habrá que convenir que nos aguarda un ejercicio de la soberanía popular poco prometedor. Nada menos que el asiento básico de una democracia -claman los augures- quedaría ocupado en lo sucesivo por un hatajo de necesitados o incompetentes. Estos tales, faltos de otra salida profesional o de miras económicas más ambiciosas, buscarían su mejor arrimo en el Parlamento... Para evitarlo, los diputados afectados insinúan que sólo quien no necesita vivir de la política (por disponer ya de otros recursos) puede vivir para la política. A diferencia del político profesional, que se debe a quien le paga, estos políticos ocasionales alcanzarían su independencia de criterio justamente gracias a sus negocios. Permítanme subrayar lo paradójico de la doctrina. Que sólo quien tenga intereses económicos ajenos a la política pueda ser desinteresado en política; que sólo quien dependa de la marcha de sus negocios privados pueda ser independiente en la gestión del negocio común... suena algo chocante.

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Del otro lado, decíamos, ahora que habían desaparecido las clases, la procedencia socioprofesional de tantos parlamentarios vendría inoportunamente a desmentirlo. Eso se nota no sólo en su abulia ante los problemas más urgentes de sus conciudadanos. Se echa de ver, sobre todo, en el creciente fenómeno de la doble representación: una, social o laboral (si se quiere, hasta corporativa), y otra, estrictamente política, marchando por separado cuando no reñidas. El 14 de diciembre pasado marcó la fecha de su mayor distancia.

La cuestión que nos ocupa, en pocas palabras, es un síntoma más -que no un remedio - de la crisis de la representación parlamentaria. Hace ya tiempo que las cámaras legislativas dejaron de ser el máximo órgano de controversia racional sobre asuntos públicos. En su lugar queda un simulacro de enfrentamiento entre los partidos en torno a asuntos que ya han sido resueltos en otra parte. La discusión sólo ceremonialmente precede a la decisión, mas de ningún modo la determina. Podrán las constituciones seguir consagrando el modelo del mandato representativo, pero cada diputado resulta sometido por un férreo mandato imperativo a su facción. La puesta entre paréntesis de su conciencia al votar, el gesto ritual de su portavoz indicándole el sentido de su voto... no hacen sino Ilustrar el grado de esa disciplina. Con el debido respeto a sus seifforías, pues, no es como para tomarse su actual cometido en demasiada estima.

Reducido como está el parlamentarismo a pura cáscara, lo demás son ficciones. El litigio sobre las incompatibilidades sólo sería, por desgracia, una de ellas. Es de suponer que la norma que al fin se dicte buscará asegurar una mayor pureza en el quehacer del diputado. ¿Y qué más da mientras no cobre mayor representatividad y eficacia? Aquella limpieza, ciertamente, sería requisito obligado para una democracia de carácter participativo. ¿Por qué ha de serlo también para la que no pretende ser más que un procedimiento de provisión ordenada de los titulares del poder? ¿Se quiere una dedicación exclusiva del compromisario a sus tareas? Cuestión peliaguda la de hacerle un profesional, pero sólo tendrá sentido si se le dota de funciones reales y de responsabilidad ante los ciudadanos. De lo contrario, tanto valdría para muchos de ellos que -sin desatender sus propios asuntosvotaran desde su casa lo ordenado por el jefe de filas...

Pero la sangre no llegará al río. Puesto que no hay tráfico de influencias, como es sabido, tampoco han de extremarse las incompatibilidades. Los jueces que son asimismo parte ya han sugerido que una declaración de intereses del parlamentario bastaría para salvaguardar su independencia en el foro. Uno se pregunta por qué, si no han puesto ya tales intereses en conocimiento de Hacienda, habrían de declararlos ahora ante el confesonario del Congreso. A uno le asombra también que nuestros prohombres desconozcan las posibilidades de una institución tan renombrada como la del testaferro. Y si al Estado no le preocupa tanto el crecimiento del patrimonio de sus servidores cuanto que sea a costa del erario público, ¿es que aquellos intereses particulares iban milagrosamente a esfumarse por el mero hecho de haber sido declarados?

Parlamento y parlamentarios, para ser de verdad respetados, deberán transformar en profundidad su papel. Si no, habría que concluir que la quintaesencia de su trabajo ya la expresó aquel presidente de un Parlamento autónomo cuando conminó a sus miembros: "Señorías, preten el botón". Estoy por decir que, una vez aprendida técnica tan exquisita, bastantes de sus señorías pueden dar por concluida su faena.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofia Política de la Universidad del País Vasco.

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