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Equidad, intimidad, capacidad

Josep Borrell

El secretario de Estado de Hacienda argumenta en su artículo la necesidad de información que tiene la Administración tributaria sobre los niveles de renta y patrimonio de los contribuyentes, y cómo el número de identificación fiscal se convertirá en instrumento para utilizar eficazmente esa información.

El conflicto entre estos principios constitucionales se ha ido resolviendo por las sentencias del Tribunal Constitucional y las decisiones judiciales, que han definido la información de la que puede disponer la Administración tributaria. Para utilizar eficientemente esta información es necesario no cometer errores en la identificación de los contribuyentes. El número de identificación fiscal (NIF) sirve para descubrir estos errores y atenta tanto contra la intimidad personal como pueda hacerlo el documento nacional de identidad (DNI). El NIF servirá para garantizar que, siendo todos iguales ante la ley, algunos no sean tan iguales como la mayoría.La equidad del sistema tributario, el respeto a la intimidad personal y el reparto de la carga fiscal según la capacidad económica son tres exigencias de nuestra Constitución y principios característicos de una sociedad que quiere ser a la vez libre y solidaria.

Estos principios gozan de amplia aceptación. Pero la generalidad de su enunciado deja latentes los conflictos que resultan de su potencial antagonismo.

Conflicto fronterizo

La justicia del sistema tributario es un problema político en permanente búsqueda de solución a través de las leyes, las prácticas administrativas y los comportamientos sociales. Cada cual tiene un concepto tan particular como respetable de las fronteras de su intimidad, y nadie lleva escrita su capacidad económica en la frente. Por ello no es de extrañar que sea polémico precisar cuándo la información requerida para evaluar la capacidad económica vulnera la intimidad de los contribuyentes y cuándo la defensa de su intimidad atenta, en la práctica, contra la equidad del sistema tributario.

Pero, si aceptamos que el pago de los impuestos no puede ser voluntario, no tiene mucho sentido establecer, en nombre de la equidad, impuestos personales progresivos y a continuación pretender, en nombre de la intimidad, que la Administración tributaria no pueda identificar a las personas ni conocer sus rentas o sus patrimonios. Como tampoco sería coherente establecer un impuesto sobre el valor añadido si las compras y ventas entre agentes económicos constituyesen un secreto inaccesible al control tributario.

A sensu contrario, puede también argumentarse, y se hace hasta la saciedad, que determinadas manifestaciones de la capacidad económica están tan involucradas con la personalidad del contribuyente que sólo pueden ser conocidas por su confesor... o su banquero.

Por ello, nuestra moderna historia fiscal ha sido, en buena medida, la historia del conflicto fronterizo entre intimidad personal y valoración de la capacidad económica de los contribuyentes, en la búsqueda de una equidad tributaria que sólo puede construirse a partir de la general aplicación de los impuestos.

Conviene recordar que, en la solución de este conflicto, la Administración tributaria sólo ha podido disponer de la información que le han autorizado las leyes, la doctrina del Tribunal Constitucional y las decisiones judiciales.

¿Cuánta información es necesaria para la adecuada aplicación de un sistema tributario? Depende de qué impuesto se trate. El poll-tax que quiere implantar la señora Thatcher, consistente en dividir el presupuesto municipal entre todos los vecinos mayores de edad, de forma que todos soporten igual carga tributaria independientemente de sus circunstancias personales y económicas, requiere poca información. Al no intentar medir la capacidad económica, le basta con saber cuántos y quiénes son los vecinos mayores de edad. No plantea problemas de intimidad, salvo para los que sean tan celosos de la suya que ni siquiera estén dispuestos a que se sepa que existen.

Pero nuestra Constitución exige repartir la carga en función de la capacidad económica. Y éste es un concepto complejo que sólo se puede definir a través de sus manifestaciones: la renta, el patrimonio y el consumo. El problema de las exigencias de información se plantea entonces con toda su complejidad técnica y conflictividad social. Distintos países han resuelto de forma diferente la complejidad de este problema, recurriendo para algunos rendimientos a un sistema de retenciones liberatorias.

Control cruzado

La información necesaria para una correcta aplicación de la imposición sobre el consumo basada en impuestos como el impuesto sobre el valor añadido (IVA) no es menor que la requerida por los impuestos directos sobre las personas. Controlar los flujos de compras y ventas a lo largo del recorrido que une la importación, producción y comercialización, hasta llegar al consumidor final, es una tarea compleja que requiere mucha información, sin la cual sería imposible evitar que un sistema tributario mal aplicado altere la libre competencia y garantizar que los impuestos que los consumidores pagan se ingresen en las arcas públicas. Ello exige efectuar un control cruzado de la información suministrada por los que compran y los que venden para poder verificar su coherencia. Y para eso es imprescindible identificar a los distintos agentes económicos para evitar confundirlos.

Pero la imposición indirecta es menos gravosa para los contribuyentes de altos niveles de renta y de patrimonio, que suelen ser los que crean y transmiten opinión, y mucho menos perceptible, en general, para todo el mundo. Por ello, los problemas de aceptación social se crean en torno a las demandas de información acerca de las rentas y patrimonios de las personas físicas.

Estos problemas han sido crónicos desde la reforma fiscal de 1978, de la que el levantamiento del secreto bancario era pieza clave.

La historia es de sobra conocida, pero conviene recordarla. Al día siguiente de la promulgación de esta norma, el sistema financiero rechazó suministrar información acerca de las rentas y patrimonios financieros de sus clientes, en nombre de la defensa de su intimidad. El conflicto fue resuelto por el Tribunal Constitucional, que aclaró en su sentencia que la defensa de la intimidad no podía llevarse hasta el punto de comprometer las posibilidades prácticas de someter a gravamen las rentas de naturaleza financiera y que el secreto bancario no podía, bajo ciertas condiciones, limitar la información necesaria en el curso de una inspección tributaria.

El problema se ha vuelto a plantear en el reciente episodio de las primas únicas y cesiones de créditos. En estos instrumentos financieros se había materializado un stock patrimonial de más de tres billones de pesetas, que, en su casi totalidad, no habían sido incluidos en las declaraciones de renta y patrimonio de sus titulares. La negativa de las instituciones financieras a suministrar información tuvo que ser resuelta de nuevo, caso a caso, por los tribunales.

Dudoso honor

Hasta que se produjeron los correspondientes fallos, la sociedad española estuvo escuchando el clamor de los afectados, exigiendo que se preservasen su honor y su intimidad, mientras tenían firmada en el cajón del despacho la correspondiente declaración complementaria que se apresuraron a presentar cuando este subterfugio resultó inútil. Cabría preguntarse qué honor les quedaba por preservar a los ciudadanos que poseían patrimonios de centenares de millones de pesetas y que habían estado presentando declaraciones de renta negativas.

Si estas situaciones hubiesen quedado protegidas por la defensa de su intimidad, ¿con qué argumentos se hubiese podido seguir exigiendo la información de las nóminas de los trabajadores? ¿Acaso no cabe plantear también que la retribución personal del trabajo forma parte de la intimidad del trabajador y no puede ser desvelada? ¿Qué hubiese ocurrido si, en nombre de esta intimidad, los empleados se hubiesen negado a suministrar información sobre las rentas salariales de sus empleados?

José Borrell Fontelles es secretario de Estado de Hacienda.

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