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El fin de un modelo politico

El llamado asunto Prenafeta ha vuelto a situar la atención de la opinión pública sobre la política catalana. Se trata, sin duda, de un asunto importante, dado el papel que el señor Prenafeta ha tenido en la política catalana como secretario general de la Presidencia de la Generalitat. Pero, a mi entender, este caso es, por encima de todo, el reflejo de un cambio profundo de la situación política catalana. Para decirlo brevemente: creo que en Cataluña se puede empezar a hablar ya del fin de una etapa y del comienzo de otra.La fase que está terminando es la de un tipo de Gobierno en la Generalitat y un estilo político basados en la idea de que Cataluña ha seguido siendo un pueblo asediado por el enemigo exterior de siempre -el centralismo, Madrid en general-, como si nada hubiese cambiado entre el antes y el después de la Constitución y del Estatuto de Autonomía. Los efectos de este planteamiento maniqueo son conocidos: primero, que el Gobierno de la Generalitat ha podido eludir siempre sus responsabilidades como tal Gobierno, desviando hacia el enemigo exterior la culpa de lo que iba mal; segundo, que esto permitía difuminar y enmascarar las auténticas líneas divisorias entre las fuerzas políticas, presentando a los adversarios -a los socialistas, sobre todo- como la prolongación dentro de Cataluña del enemigo exterior. Pero quizá el efecto más importante es que el presidente de la Generalitat no sólo ha actuado como el presidente institucional, sino que se ha configurado como la encarnación misma de la Cataluña asediada, como la expresión visible de la necesaria unidad de la nacionalidad catalana y, por tanto, como el ostentador de una autoridad que nadie podía discutir porque oponerse a él era tanto como oponerse a la auténtica Cataluña. Son cosas sabidas y repetidas, pero conviene recordarlas porque han marcado de manera decisiva la política catalana durante estos 10 años. Y, sobre todo, porque esto es precisamente lo que ha empezado a cambiar, ésta es la fase que está terminando.

En estos 10 años el país ha cambiado, y aunque es cierto que en muchas cosas -y entre ellas el desarrollo de las autonomías- estamos a medio camino entre un pasado que no ha desaparecido del todo y un futuro problemático, la verdad es que ni la estructura social y económica de Cataluña y del conjunto de España es ya la misma, ni lo son, por tanto, sus relaciones. La integración europea está ahí, con sus posibilidades y sus incógnitas, y todo ello conduce a una misma constatación: que el futuro de Cataluña pasa por su capacidad de intervenir en la política general española o, para decirlo de otra manera, que ninguno de los grandes problemas de Cataluña se puede resolver sólo desde Cataluña. De ahí las crecientes contradicciones de un nacionalismo que sigue razonando en términos de enemigo exterior y una realidad que obliga a terminar de una vez con esta idea del enemigo de fuera si de verdad se quiere defender los intereses de Cataluña. Estas contradicciones son visibles desde hace tiempo, pero ahora han empezado a estallar. De ahí los problemas actuales.

En cuanto el Gobierno de la Generalitat ha empezado a tomar medidas que no podía desviar hacia el enemigo de fuera, las cosas se le han disparado, la opinión catalana se ha rebelado, la autoridad de Jordi Pujol ha sido ignorada o escarnecida y hasta los habituales viajes del propio Pujol por el interior de Cataluña han tenido que ser suspendidos por temor a las manifestaciones contra él. El ejemplo más espectacular y más ilustrativo es, sin duda, la polvareda levantada por el proyecto de red de residuos industriales. Todos sabemos que éste es un tema muy difícil para cualquier Gobierno, porque desencadena insolidaridades y particularismos y nunca es posible encontrar ubicaciones a gusto de todos. Pero si en Cataluña el escándalo ha sido tan grande no sólo es por eso, sino porque Jordi Pujol ha intentado aplicarlo utilizando los mecanismos que hasta ahora había usado. No discutió el plan con nadie; lo anunció como una decisión inapelable, y cuando sus propios alcaldes y votantes se rebelaron apeló a su autoridad personal incuestionable como presidente de Cataluña para conseguir la obediencia. Pero, por primera vez, sus alcaldes y sus votantes hicieron caso omiso de su autoridad y con ello el sistema quedó tocado de muerte.

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Si a ello se añade el desprestigio acumulado fuera y la desorientación provocada dentro con asuntos como el boicoteo del acto inaugural del estadio Olímpico de Montjuïc, el asunto de la autodeterminación, el penosísimo contencioso sobre el parque de atracciones de la multinacional norteamericana Busch -que reduce la imagen de la Generalitat a la de una entidad regional secundaria que intenta calmar como sea a un todopoderoso inversor extranjero que impone sin discusión sus condiciones- y, finalmente, la sorprendente polémica de todo un presidente, todo un Gobierno y todo un partido, CDC, contra el fiscal del Tribunal Superior de Cataluña por el asunto Prenafeta, la imagen que queda es la de un presidente y un Gobierno de la Generalitat que no saben muy bien adónde van, que reparten mandobles sin orden ni concierto, que intentan resucitar atropelladamente el fantasma del enemigo exterior, pero luego pactan con él en Madrid, que convocan manifestaciones de adhesión sin dejar claro a quién y a qué hay que adherirse y que, en definitiva, dan la clara sensación de que ni gobiernan ni saben gobernar.

Y lo peor, lo más significativo, es que cuando se resquebraja el aparato montado en estos 10 años lo que aparece es una Cataluña insolidaria, dividida, escasamente vertebrada y proclive al soliviantamiento. Muchos habíamos entendido la conquista de la autonomía como la vía de la integración nacional de Cataluña, pero a los 10 años de gobierno autonómico lo que aparece es una Cataluña desgarrada que tiende a no identificarse con ningún punto de referencia sólido, porque el que pretendía serlo sólo lo ha sido en apariencia.

Creo, pues, que estamos ante una auténtica crisis del sistema de gobierno implantado en estos años en la Generalitat de Cataluña, o más exactamente ante el final de un modelo. No quiero decir con ello que la fase anterior ya haya concluido y que en el futuro inmediato no vayamos a tener conflictos tanto o más duros que los del pasado. La coalición entre CDC y Unió Democrática se agita y dentro de la propia CDC se alzan rumores de querella, pero lo más probable es que la coalición se mantenga como mayoría absoluta en el Parlamento de Cataluña, con mayores o menores dificultades según los avatares de la política española y de las elecciones municipales del año próximo. En el plano parlamentario no hay, pues, una alternativa por ahora. Por lo demás, no es de excluir que una parte de la propia Convergència Democrática intente salir de este agujero con una fuga hacia adelante de carácter radical, sobre todo con vistas a los Juegos Olímpicos de 1992. Ni es de excluir tampoco que la indeterminación actual. dé más protagonismo a los lituanos de Esquerra Republicana y otras formaciones nacionalistas. Pero la realidad es la que es, y no creo que el modelo de estos 10 años dé ya mucho más de sí.

Entramos, pues, en una fase que podríamos llamar de normalidad política, en el sentido de que cada fuerza valdrá por lo que es y representa, sin que previamente tenga que demostrar su autenticidad catalana para poder hacerse oír. Esto afectará a la izquierda al centro y a la derecha, y obligará a cada uno a definirse sobre los problemas realmente existentes. Si seguimos anclados en los viejos tópicos, la situación en Cataluña se puede deteriorar seriamente. Por ello lo importante es que surjan puntos de referencia sólios ante la opinión, que aparezcan fuerzas capaces de detener el actual deterioro y de vertebrar un tejido social catalán que se resquebraja, definiendo a la vez, sin equívocos ni ambigüedades, el papel de Cataluña y de su plenitud autonómica en el marco de la política española y europea.

Jordi Solé Tura es diputado en el Congreso por el Grupo Socialista.

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