_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Fin de sesión

Lluís Bassets

Será verdad que estamos ingresando en el siglo XXI, pero de momento la única certeza que nos cabe o nos queda es que estamos en pleno siglo del error. En los últimos meses y años hemos visto cómo se hundían las más diversas y variadas teorías que sé asentaban en todo el arco de ideas que iba de derecha a izquierda, y para qué ocultarlo, principalmente en la izquierda. Se equivocó el comunista que nos prometía la felicidad a punta de pistola y el anticomunista que nos dibujó el eterno infierno de regímenes totalitarios sin remedio ni reforma. Se equivocaron quienes profetizaban invasiones soviéticas arrolladoras ante las ingenuidades pacifistas de socialdemócratas y ecologistas, como se equivocaron quienes soñaron en la redención gracias a los pobres del Tercer Mundo. También los europesimistas, que creyeron en el hundimiento a plazo de este maravilloso continente maldito, en beneficio exclusivo del área japonesa, y los eurooptimistas, con su fe en la Comunidad de los doce como panacea apostada en la esquina. Se equivocaron incluso los encuestadores, que sondearon la opinión de los nicaragüenses o de los alemanes del Este justo pocas horas antes de que unos y otros acudieran a las urnas. Es decir, todos nos hemos equivocado en los últimos decenios y años, en los últimos meses y semanas, y seguimos equivocándonos en los últimos minutos y segundos. ¿Cómo vamos ahora a lanzarnos mutuos reproches?El optimismo histórico que permitía prometérnoslas tan felices con el advenimiento de nuevas y radiantes eras de progreso y bienestar para todos se fue con las aguas del desengaño. Los izquierdistas de antaño, luego revisionistas, más tarde socialistas, enseguida socialdemócratas y hasta ahora liberales, se han quedado ya sin espacio para seguir la cabalgada hacia ninguna parte. ¿Se apuntarán ahora -a la democracia cristíana?

Todo liquidado. Incluso la derecha. Reaganismo y thatcherismo, en la medida mínima en que representan ideas, se han hundido con contundencia, aunque con menor amargura, pues por algo tienen a su favor la energía de las argumentaciones que no necesitan desplegarse, sino que son. Es decir, las rentas, los privilegios, el dinero a espuertas, las escrituras... Los únicos valores vigentes son los de la bolsa. Los otros, como las ideas, están a precio de saldo, amontonados en los mercad9s de las pulgas de la inteligencia, justo donde terminan las ciudades y la civilización. Las reglas históricas, la visión profética o los modestísimos pronósticos son sinónimo de garrafáles equivocaciones.

Con todas estas lluvias torrenciales, que nos dejan con la ropa encogida y casi des-viudos,pero con el ánimo como limpio y aliviado, sólo parecen quedar dos cosas en pie: el dinero y la identidad. El becerro de oro se ha instalado en el corazón religioso de Occidente desde hace ya tiempo, y en el Este se le augura, además, un futuro prometedor. Tan prometedor que gran parte del antaño acalorado y a veces violento enfrentamiento entre ideologías, pueblos y naciones pugna por convertirse en una vertiente más, quizá más agria y destemplada, del tráfico mercantil. En cuanto a la identidad, pretendidamente olvidada en favor de filantrópicas doctrinas y humanísimos sentimientos fraternales e incluso internacionalistas, regresa con toda la fuerza de la obviedad. Cuando no queda ni una idea contamos con el consuelo de exaltar lo que somos. Y no somos lo que estamos siendo o lo que estamos a punto de ser, sino, ante todo, lo que soñamos que somos, es decir, lo que éramos, o lo que imaginamos que fuimos o debimos haber sido.

Ni el dinero ni la identidad se equivocan. Los plutócratas y los nacionalistas pueden estar tranquilos. El siglo del error no va con ellos. Quédense en casa, pues, estas dos especies, que este apocalipsis sólo es para hombres humanos, demasiado humanos, demasiado desapegados de patrias y dioses, de oro y de amos. Que termine y se pare para ellos la historia. Que se recluyan en sus casas junto al brasero y a los pliegos de títulos bursátiles.

Pero no para los excombatientes de las imaginarias guerras pasadas, los derrotados de la única guerra real, que es la arrolladora fuerza del presente, del instante. Éstos, que no rompan filas, que se preparen para nuevos e ignorado combates. Aunque sólo sean los combates de la perplejidad desplegándose, en lugar del espíritu, como nuevo agente de la historia. A fin de cuentas, mejor vivir en la incertidumbre que arrodillarse ante la congelación de los tiempos entre bloques imperiales.

Quienes tuvieron y predicaron la fe en la historia extraían sus energías de los tiempos en los que todavía no refulgían en el devenir los opacos cristales del hielo, en los que la lluvia de plomo y de granizo de los últimos decenios era todavía nube amenazante en el horizonte siempre amenazante de esta amenaza llamada historia. De allí, de aquellos tiempos ¡dos, salió la épica que agonizó en mayo de 1968 y tuyas exequias se celebran silenciosamente ahora.

En aquella travesía de la guerra fría entretuvo las horas agónicas el runrún de un viejo celuloide, una película demasiado manida en la que se contaban otras cosas, en otros escenarios y con otros mapas. Sobre todo con otros mapas. Película de buenos y malos, de heroísmos y villanías, en la que la voluntad y la razón asaltaban todos los santuarios, mientras en la calle imperaban el orden y la buena previsión burgueses. Ahora, cuando se encienden las luces y los espectadores se desperezan soñolientos y nostáigicos por este final feliz tan infeliz, alguien se da cuenta de que el propio cine era el santuario mental que quedaba por asaltar y, con la bocanada de aire fresco de la calle, se perciben unos focos cegadores ahí fuera en la acera, frente a nuestro perdido cine Paradiso.

No es una foto fija de fin de banquete, como quisieran creer algunos. Es un rodaje. Y esta vez no hay espectadores de. la vieja guerra de papá. Hay unos extras a quienes ha pillado por sorpresa el ruido de la claqueta. No es, por supuesto, un nuevo episodio de Progreso, historia lineal en la que se narran los sucesivos avances de la humanidad en su marcha hacia el cielo. Muchos aseguran creer que sólo es un remake, un siniestro remake llamado El eterno retorno, en él que aparecerán todos los viejos personajes y situaciones de la historia. Pero otros, cansados espectadores de las viejas películas, aquellos a quienes les queda alguna capacidad de fascinación y, por qué no, de voluntariosa esperanza, saben que para este filme no hay guión ni director, ni siquiera escenario delimitado, y que nada se sabe de las cualidades interpretativas de sus actores. Se le puede llamar La historia errática, y será sólo y nada menos que lo que entre todos juntos queramos que sea. ¡Silencio! ¡Se rueda!

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_