No todo vale
Pongamos que todos los periodistas cometemos errores. Que en este oficio de contar las cosas que pasan son demasiadas las veces en que sólo miramos aquello que queremos ver. Pongamos también que sólo somos hombres y mujeres con una cuenta corriente siempre balbuceante, que preferimos la seda al saco y que tenemos el músculo de la vanidad constantemente en el gimnasio. Hasta podríamos aceptar que a veces somos traviesos e indiscretos, que nos gusta pellizcar al poder en la entrepierna y que, cuando conviene, incluso somos épicos y mártires, bellos y famosos. En ninguna obra de ficción, el periodista está en el bando de los malos. Por eso, las facultades de Ciencias de la Información se llenan de candidatos a héroes de la verdad. Creíamos ser ángeles de la guarda y durante muchos años vivimos efectivamente en las nubes. Todos éramos Iguales y colegas, todo valía y Lou Grant era nuestro líder carismático.Tarde o temprano, hasta los mejores espejos florentinos se rompen. Algunos creemos que la verdad es algo resbaladizo que exige prudencias y comprobaciones siempre insuficientes. Otros están convencidos de que la verdad es estadística y que el rumor más disparatado es tanto más cierto cuanta más gente está dispuesta a creérselo. Son esos imposibles colegas que firman con la cara, que van de chulos taberneros por la vida y que creen sacar más información del fru-fru de los refajos que de las juntas de accionistas. O esos otros modistillas de las palabras que confunden la independencia con el ataque obligatorio a los Gobiernos. Luego llega Semprún, que es el menos ministrero de todos los ministros, y dice lo que muchos pensamos. Tal vez porque Semprún tiene la suerte cultural de ser también francés, y en Francia el amor está siempre donde debe estar, y no en las supuestas crónicas políticas. A veces, entre tanto presunto colega, emerge una viscosa sensación de vergüenza propia. Ni fuimos héroes ni ahora queremos ser villanos.
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