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La crisis del modelo sueco

El rechazo parlamentario al paquete de medidas económicas presentado por el Gobierno socialdemócrata sueco, y la subsiguiente caída del Gabinete presidido por Gustav Carlsson, ha desencadenado un apasionante debate sobre lo que ha venido a denominarse la "crisis del modelo sueco". Aunque en modo alguno parece conveniente precipitarse a enterrar la filosofía política y económica que ha llevado a Suecia a convertirse en una de las sociedades más ricas e igualitarias del mundo, de hecho ésta debe ser la cuarta crisis del modelo en las últimas dos décadas, una serena reflexión sobre la reciente crisis sueca puede resultar extremadamente útil para comprender mejor algunos de los dilemas a los que se enfrentan muchas de las democracias de los países industrializados, incluida la nuestra.Pese a que la mera mención de Suecia suele inmediatamente evocar una economía en la que existe una amplia y excelente provisión de servicios y prestaciones sociales financiada con elevados impuestos sobre las personas físicas, la realidad del modelo sueco de consenso es ciertamente mucho más rica.

Aceptando el riesgo de sobresimplificar, cabría decir que el modelo sueco se asienta sobre dos pilares básicos. De una parte, un neutralismo político que le impide participar en tiempo de paz en cualquier tipo de alianza militar. De otra, un modelo de organización de la actividad económica cuyos objetivos finales son el pleno empleo, el mantenimiento de un generoso sistema de provisión de cobertura social y la consecución de un sistema equitativo de distribución de la renta y de la riqueza.

Para alcanzar simultáneamente estas metas políticas y económicas, la sociedad sueca ha venido recurriendo a un sistema de reparto de papeles entre los diversos agentes sociales, dentro del cual el sector privado se encarga de mantener el dinamismo del sector productivo, del que es propietario prácticamente al ciento por ciento, mientras que el sector público se ocupa de la enseñanza, los servicios públicos y la cobertura social, es decir, de lo que podría denominarse la organización colectiva de la sociedad. Adicionalmente, Gobierno, empresarios y sindicatos participan en un sistema centralizado de negociación salarial que busca la fijación de crecimientos salariales compatibles con los objetivos generales de pleno empleo y equidad. Para cerrar el círculo, el Gobierno tiene a su disposición los tradicionales instrumentos de política económica, y en particular, una poderosa política fiscal que contribuye, tanto vía gasto como vía impositiva, al objeto de redistribución igualitaria de la renta personal. Una característica frecuentemente olvidada del sistema fiscal sueco reside en el tratamiento preferencial que otorga a las empresas, permitiéndoles mantener una carga fiscal mucho más ligera que la de los individuos, con el consiguiente incentivo a la acumulación de recursos propios, y adicionalmente, contemplando generosamente las deducciones fiscales de intereses resultantes de las operaciones de endeudamiento. Ambos factores contribuyen a que las empresas puedan acceder a los recursos necesarios para mantener su capacidad de inversión, de innovación tecnológica, de generación de empleo y en definitiva, de crecimiento. (En 1988, los impuestos sobre las personas físicas recaudaban el equivalente a un 21,8% del PIB, mientras que el impuesto de sociedades apenas alcanzaba un 2,6%. En España, los datos en aquel año eran del 5,8% y 1,8%, respectivamente.)

Este modelo, sin embargo, fue puesto a prueba de manera dramática en la década de los setenta, con el comienzo de la crisis energética y las dificultades de los socialdemócratas para establecer una respuesta a la misma. La salida que se utilizó en aquel momento fue la depreciación de la corona.

Las devaluaciones de 1976 y 1977, que acumuladamente representaron una depreciación del 20%, contribuyeron de forma sustancial a diluir la responsabilidad que hasta la crisis internacional habían asumido Gobierno, empresarios y sindicatos en el mantenimiento de un marco económico estable capaz de acomodar el cumplimiento de los objetivos de pleno empleo y equidad. Por una parte, porque la temporal restauración de la competitividad externa que los reajustes cambiarlos traían consigo, al amortiguar los efectos negativos que sobre el empleo hubiese tenido el aumento de importaciones y la caída de exportaciones, eliminaba los incentivos para que las organizaciones sindicales aceptasen la moderación salarial De otra, porque la devaluación al preservar la rentabilidad de los sectores de exportables y de aquellos que competían con las importaciones, reducía también la motivación empresarial para moderar sus ofertas salariales.

El sistema fiscal sueco contribuyó igualmente a la aceleración de la espiral precios / salarios y a la ulterior pérdida, sistemática y recurrente, de competitividad. Por un lado, porque las elevadas cargas fiscales ampliaban la cuña fiscal, diferencia entre el salario percibido por el trabajador y el salario pagado por el empleador, deteriorando los costes laborales por unidad de producto más allá de lo que se hubiese derivado de los incrementos salariales pactados. De otra parte, porque la elevada progresividad del sistema fiscal sueco exige que para lograr aumentos perceptibles en la renta disponible de los trabajadores se tengan que producir saltos considerables en el nivel de salario bruto.

Paradójicamente pues, el mecanismo de redistribución de la renta se acababa convirtiendo en un elemento que perversamente generaba distorsiones en la estructura salarial que o bien agravaban la desigualdad o, alternativamente, conducían a una elevación insostenible del nivel salarial global de la economía.

1 Las elecciones de 1982 permitieron recuperar al partido socialdemócrata el poder político que había perdido durante los seis años anteriores en favor de la denominada coalición burguesa. Las medidas de estabilización adoptadas en los primeros momentos del nuevo Gobierno, reforzando los efectos de las fuertes devaluaciones de la corona realizadas en 1981 y 1982, que acumularon una depreciación del 28%,íunto con el inicio de la recuperación económica internacional, permitieron mejorar las expectativas de los agentes económicos suecos.

La transferencia de recursos hacia el sector exportador inducida por el cambio de precios relativos, la absorción por la devaluación del excesivo crecimiento de los costes laborales unitarios en los años precedentes y el crecimiento de los mercados mundiales posibilitaron la recuperación del excedente empresarial y el relanzamiento de la inversión y, la productividad. Pese a que la inflación se mantuvo elevada hasta el año 1985, (7,4%), a partir de entonces se redujo hasta situarse en torno al 5%.

Aunque el saneamiento macroeconómico fue ciertamente extraordinario, las reformas estructurales promovidas por el Gabinete de Car1sson fueron igualmente impresionantes, tanto por sus efectos económicos como por la magnitud y profundidad del debate político-social que contribuyeron a crear.

Las medidas de liberalización de los mercados financieros, el mantenimiento de una política monetaria restrictiva basada en el mantenimiento de elevados tipos de interés, el escrupuloso intento de controlar el gasto público, el cuestionamiento de la política de subvenciones al sector industrial y la privatización de las reducidas áreas en las que operaban empresas estatales le valieron al ministro de Hacienda, Kjell Olof Feldt, el ciertamente no muy original apelativo de socialista thatcheriano.

Probablemente, la estrella de las medidas de oferta del Gabinete fue el anuncio de una reforma fiscal, que está previsto que concluya en 1991, cuyo objetivo básico era trasladar una parte sustancial de la presión fiscal individual hacia figuras impositivas que gravasen el consumo de bienes, los servicios y el capital.

Sin embargo, que la liberalización financiera de la economía sueca precediese a la reforrna fiscal abrió la posibilidad de que los agentes económicos aprovechasen el mayor acceso al endeudamiento que traía consigo la innovación financiera y traspasaran al presupuesto parte de la carga de intereses de los préstamos, que continuaba siendo tratada fiscalmente de forma generosa. Como consecuencia de ello, la caída del ahorro del sector doméstico sueco y el paralelo aumento de su endeudamiento, ha sido sencillamente espectacular. De hecho, las familias suecas tienen en 1988 una tasa de ahorro negativa, el -3,6% de su renta disponible, cuando al principio de la década ahorraban un 5%.

En estas condiciones era prácticamente inevitable que el sobrecalentamiento de la economía sueca acabase conduciendo inicialmente a tensiones inflacionistas, y en una segunda fase, al deterioro de sus cuentas externas.

La percepción por parte de las organizaciones sindicales de que los trabajadores habían quedado excluidos de la prosperidad económica y la urgencia de los empresarios por encontrar, en un mercado de trabajo excepcionalmente tenso, los trabajadores que les eran necesarios llevaron a que los incrementos salariales pactados en 1988 superasen el 8,5% y en 1989 alcanzasen el 10%. El endémicamente débil crecimiento de la productividad condujo a que estos incrementos salariales se reflejaran en aumento de costes laborales unitarios muy elevados, 7,4% y 9,0%, respectivamente, que ante la fortaleza de la demanda doméstica fueron trasladados, prácticamente de forma total, a los precios. Así, pese a la mejora de relación real de intercambio que continuaba disfrutando Suecia, la inflación se duplicó en apenas dos años, alcanzando en 1989 el 7,5% y el 8,8% en el mes de enero del presente año.

Evidentemente, el Gobierno de Carlsson no permaneció impasible ante el deterioro de la situación económica. Junto a medidas parciales y el endurecimiento de las políticas monetaria y fiscal, las voces que reclamaban una reforma en profundidad de las piezas centrales del modelo socialdemócrata comenzaron a arreciar. Como también suele ocurrir, las propuestas de mayor ortodoxia y renovados esfuerzos fueron desoídas durante 1989, con lo que prácticamente se sentenció la inevitabilidad del paquete de medidas de choque presentadas el pasado 9 de febrero.

Como es bien sabido, tras haberse descolgado del proyecto original un recorte sustancial del gasto público, el programa incluía una congelación de precios, salarios, alquileres y dividendos para los años 1990 y 1991, la prohibición de las huelgas por motivos salariales en 1990, así como medidas para que sean los empleadores los que asuman los costes de las dos primeras semanas de las bajas por enfermedad, la congelación de los impuestos municipales y providencias específicas para enfriar el sector de la construcción.

En definitiva, un auténtico programa de choque, cuyas posibilidades de éxito político, dada su contundencia, eran reducidas. En términos económicos parece igualmente muy cuestionable que la intervención en el sistema de precios sea el mejor camino para estimular la producción y los incentivos al trabajo, aunque de haberse llevado adelante probablemente hubiese acabado temporalmente con la inflación.

Dadas estas graves incertidumbres sobre la viabilidad técnica y política del proyecto, todo hace pensar que el Gobierno ha intentado precipitar el impostergable debate sobre los instrumentos y la naturaleza misma del modelo económico sueco. En mi opinión, se ha intentado transmitir a la sociedad sueca que la pérdida de la eficacia económica compromete irremediablemente el principio de sociedad igualitaria que los votantes suecos han defendido sistemáticamente. Además, latente, tras la advertencia sobre la inmediatez de una profunda crisis económica y social, se puede encontrar un mensaje igualmente importante: la creación del mercado único europeo ha elevado exponencialmente el coste de oportunidad del neutralismo, un valor per se en baja tras los acontecimientos políticos del Este europeo.

Sin duda, el inevitable debate va a ser largo, doloroso y políticamente enconado. Electoralmente puede ser muy fácil rentabilizar, en un país en el que el 55% de los votantes recibe su salario o pensión del presupuesto, que la socialdemocracia ha sacrificado su objetivo de sociedad igualitaria a los valores del individualismo capitalista manchesteriano. Pero resulta igualmente fácil rebatir ese interesado derrotismo. Suecia no tiene por qué convertirse en Hong Kong, sino tan sólo acomodar sus instituciones y normas a las de las economías de mercado de su entorno, con las que va a competir, con la ventaja que sobre ellas le conceden sus niveles de servicios públicos, de prestaciones sociales y de distribución igualitaria de la renta y de la riqueza.

Una razonable reforma fiscal y un modelo de negociación que favorezca la moderación salarial ciertamente no destruyen la esencia de la socialdemocracia. Reformar y racionalizar el modelo de consenso es una prueba más del pragmatismo que ha caracterizado tradicionalmente al modelo sueco y además una vía eficaz de garantizar que, cuando el péndulo ideológico mundial vuelva a retornar a posiciones más equilibradas que las actuales, Suecia continúe siendo un punto de referencia de la comunidad internacional.

Lo que quedará para siempre entre las incógnitas de la historia es si esta crisis no podía haber sido evitada corrigiendo a tiempo la pérdida de competitividad evidente en los últimos años y reconsiderando en profundidad la responsabilidad de las instituciones fundamentales -Gobierno, Parlamento, patronal y sindicatos- en la elaboración de la política económica.

Carlos Solchaga es ministro de Economía y Hacienda.

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