Un debate casi inexistente
EL NECESARIO debate sobre un texto tan trascendental para el futuro de los españoles como el anteproyecto de ley de Ordenación del Sistema Educativo (LOSE) amenaza con discurrir por derroteros secundarios y enredarse en particularismos y en intereses de capilla. La derecha parece mostrar interés exclusivo por cuestiones como la financiación pública de la enseñanza privada y la perpetuación en la escuela -indistintamente pública o privada- de restos de confesionalidad, contradictorios con un Estado que se declara aconfesional en su Constitución. Es, sin lugar a duda, un empeño que obsesiona a los conservadores desde los inicios de la transición política. Por su parte, las cúpulas de las asociaciones estudiantiles, que se oponen también a la citada ley, han sustituido el debate en torno a su contenido por la amenaza directa de una huelga general y varias manifestaciones.Todos los aspectos del sistema educativo que va a permitir a las próximas generaciones de españoles competir en condiciones de igualdad con las europeas merecen ser debatidos a fondo, incluso los aparentemente más nimios. Pero si es preocupante que los grupos sociales e ideológicos más interesados apenas hayan dicho nada en los dos largos años transcurridos desde la presentación de la propuesta de reforma hasta su articulación en anteproyecto, no lo es menos que ahora su aportación al debate se reduzca exclusivamente a puntos de vista sesgados o a actitudes beligerantes. El trámite de consulta del anteproyecto a organismos tales como los consejos General de la Formación Profesional y Escolar del Estado, en los que está representado un amplio espectro de organizaciones sociales, debería servir de mecha para la discusión de altura que exige una ley de esta influencia social. Una polémica que debe centrarse, sobre todo, en aspectos esenciales de la nueva norma, como la organización de la formación profesional, la nueva estructura de la enseñanza obligatoria y la eterna cuestión del acceso a la Universidad al finalizar el bachillerato. Sin olvidar, naturalmente, los problemas de la financiación de una reforma tan ambiciosa.
Lamentablemente, tal y como algunas reacciones iniciales apuntan, lo que hasta el momento ha trascendido de ese debate son sus aspectos más anecdóticos. A tenor de sus primeras iniciativas públicas, el Partido Popular y los obispos parecen empeñados en seguir identificándose casi exclusivamente con los intereses de la enseñanza privada, sin tener en cuenta el precedente histórico de la LODE (la primera norma educativa de iniciativa socialista), que hizo por la enseñanza privada algo que no hicieron ni los gobiernos de la dictadura ni los de la transición: institucionalizar su financiación por el Estado, aunque sometida a un mínimo y lógico control.
En aquella ocasión, la proclividad al festejo popular y el deseo de mostrar en la vía pública la capacidad de movilización de ciertas organizaciones católicas convirtieron las calles en un ámbito de debate insólito para quienes suelen anteponer el orden público a muchas otras reivindicaciones. También hay que recordar que entonces los obispos adoptaron una actitud oficial de moderación y diálogo, mientras la conservadora Alianza Popular se debatía en la duda de si aparecer o no oficialmente en la protesta, e incluso de financiarla. Pues bien, ahora, justo en el momento en que el PP proclama su voluntad de convertirse en un partido "centrado, moderado e independiente", adopta la decisión, con el pretexto de la LOSE, de tomar la delantera a las organizaciones confesionales para resucitar las protestas. Simultáneamente, los obispos dudan si apuntarse y, de momento, magnifican divergencias secundarias. En cualquier caso, siguen sin exponer críticas rigurosas a la reforma.
Cuestión distinta es la súbita irrupción en la escena de las cúpulas de las organizaciones estudiantiles que, antes de someter a debate el texto del anteproyecto de reforma educativa, amenazan con ir a la huelga general. Los dirigentes estudiantiles han dispuesto de dos años para impulsar (en los centros educativos, y no sólo en el interior de sus organizaciones) el debate sobre la ley que se preparaba, y no lo han hecho. Ciertamente, parece difícil exigir a las organizaciones estudiantiles lo que las profesionales o políticas han ignorado, es decir, discutir desde el conocimiento y proponer alternativas. Ello no impide, tampoco, criticar la actitud de algunos grupos que, con la premura que da el haber convocado una huelga general, han recorrido institutos de bachillerato exponiendo muy someramente los aspectos negativos de una ley que, en el mejor de los casos, resulta una total desconocida tanto para los alumnos como para sus padres y educadores.
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