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Cuestiones inútiles, una traducción

Hace pocos días (11 de febrero de 1990), este periódico tuvo la amabilidad de publicarme un artículo titulado Cuestiones inútiles. En él venía a decir, con argumentos que a mí me convencen, que la corrupción económica de la vida pública es imposible, y por tanto no existe, y que, en el supuesto académico de que lo imposible pudiera existir, tampoco estaba mal, en medio de todo, ya que, en un análisis diacrónico de esa realidad imaginada, se aprecia un proceso de depuración del poder, que, una vez que surge del magma primitivo para poner orden, que es lo suyo, en un primer estadio hace que sus detentadores esclavicen, maten, peguen y roben; en un segundo, matan, pegan y roban; en un tercero, pegan y roban; en un cuarto, roban; en un quinto, se dedican sólo a hacer el bien, y en un sexto, desaparecen.No toda la humanidad avanza al mismo paso de la oca; por eso, en una parte de esa realidad imaginada, en un momento elegido arbitrariamente, hay detentadores del poder que sólo roban, y en cambio no matan, ni pegan, ni esclavizan; es cierto que, en el mismo momento arbitrario, hay otras realidades imaginadas en las que ni siquiera se roba, y otras, muchas, en que se pega, se mata o se esclaviza, o todo a la vez. Lo que aún los humanos no podemos imaginar de verdad es el sexto estadio, que algunos llaman utopía de gente ociosa, y seguramente con razón. De todos modos, en la realidad imaginada en que sólo se roba, y sólo algunos lo hacen, los humanos se pueden dar con un canto en los dientes si miran hacia atrás, y además esa contemplación de la evolución implacable hacia la disminución del mal debe llenar al observador de contento y alegría; se trata, por tanto, de una filosofía de la historia profundamente optimista: una especie de ley de bronce de la depuración implacable.

Con lo que antecede ya he empezado a cumplir el propósito de estas líneas: aclarar lo que el anterior artículo quería decir, pues algunas personas, al leerlo, han caído en la angustia de la confusión intelectual y ambigüedad moral que el tal artículo, por lo que me han informado preocupados lectores (pocos, de todos modos), rezuma. Y por eso quiero traducirlo, abusando nuevamente de la bondad de este periódico.

Imaginemos (porque todo esto es un juego de la imaginación) que en ese mundo irreal, y en ese cuarto estadio de la ley histórica de la depuración moral progresiva, los partidos políticos se financian, en parte al menos, mediante comisiones ¡legales sobre los beneficiarios de determinadas decisiones públicas (concursos, contratos, subvenciones, etcétera). Mal asunto. Porque puede haber poderosas razones morales en pro de esa financiación: los partidos son buenos y están festejados en la mismísima Constitución; todo lo que les ayude a sustentarse será, en principio, bueno. Los partidos hacen el bien, directa o (más frecuentemente) indirectamente; ¿qué mejor vehículo para ayudar en la ingente y siempre inacabada tarea de la redistribución? Tómese el dinero de quienes, si no son necesariamente malos, tampoco llevan aureola ninguna de bondad, y dese a los mediocres de todas las gracias. Perfecto.

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Sin embargo, mala cosa. ¿Por qué? Porque el procedimiento, a causa de un puritanismo que fuerza a ciertas apariencias, es ilegal. Por tanto, aunque no necesariamente malo, el procedimiento habrá de mantenerse en secreto. El secreto es compartido por unas cuantas personas. Si alguna de éstas cae en la tentación de meter la mano en la caja, los jefes tendrán que ser comprensivos, porque la carga del secreto requiere algún alivio y porque, en caso contrario, el frustrado puede irse de la lengua y hacer público lo que debe permanecer oculto. Ese sistema de financiación de partidos tiene unas consecuencias casi inevitables: que del todo pase a la parte, o del partido al partícipe. Y más aún, se puede decir que, si ese sistema hipotético no desapareciera, hipotéticamente sería muy difícil alcanzar ese quinto estadio en el que ninguno de los detentadores del poder roba.

Pero los más importantes jefes de cada facción no se atreven, a causa del peso público de la utopía puritana (y de realización final inexcusable, aunque quizá lejana), a decir que ése es el precio de la liberación de otras opresiones; no llegan a la sinceridad de Agustín, que, allá en siglo lejano, dijo que la prostitución de algunas era el precio de la virtud de las más. Pero tampoco se quedan satisfechos, bien por prejuicios éticos que la gente más impensada alberga, o porque los desmanes de la tropa les tienen en continuo estado de zozobra y como a la defensiva frente a la opinión vulgar.

Todo lo que se les ocurre es reforzar el peso operativo de la utopía mediante técnicas represivas. La ley; para eso tienen la ley en sus manos. Un sistema que se acepta como inevitable produce consecuencias inaceptables: hagamos una ley contra las consecuencias. Leyes hay muchas. Pues una más, y no una ley cualquiera, sino una ley penal, y así resplandecerá la albura sin par de nuestros designios éticos. Ahora, según se dice, van a inventarse un nuevo delito, llamado tráfico de influencias: estamos amenazados por una ola de pureza avasalladora. Claro que, en ese mundo hipotético, los que manejan la cosa saben que servirá para poco. O deberían saberlo, porque el poder y la ingenuidad no están necesariamente reñidos. Y servirá para poco porque la prueba del dicho tráfico será prácticamente imposible. Y re-

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sultará así porque el secreto que cubre la financiación mayor acaba por imponerse en los abusos particulares, lo que es esencial para que el tinglado funcione. Es lo que algunos llaman la omertá.

En ese mundo hipotético también deben saber que la judicialización como medio de evitar ciertas conductas es a veces una vacuna para su conservación, ya que el atasco de los tribunales es tal que, con un poco de suerte, los asuntos se ahogarán en el gran empapelamiento nacional. Por lo que incluso el resultado puede ser notablemente contraproducente: como el inicio del empapelamiento es fácil pero la terminación debe contemplarse sub specie aeternitatis, el mecanismo añadirá más confusión; todas las bandas podrán tener algunos rehenes judiciales de los miembros de las otras. Resultado: encarecimiento del servicio, que es la inevitable consecuencia de la rarificación, de la escasez y del mayor riesgo.

Y más aún cuando esos rehenes sean deudos o parientes de los actores principales, si las leyes que a algunos se les ocurren llegan a feliz término de solemne promulgación; hasta el extremo de que ya se dice que esa ley es un arma secreta de procelosos designios demográficos, para debilitar a la patria con pérdida de brazos, cerebros y soldados:

madre de unigénito se animara a parir un segundogénito ante la eventualidad de que uno de los dos, al dedicarse a la política, haga de su hermano carne de rehén o al menos ciudadano de segunda? A la vez, sin embargo, se reforzará esa evidencia de que la corrupción no existe, pues, además de ser imposible, ¿cómo podría surgir entre tantas leyes represoras?

A tales consecuencias puede llevar la fe en la ley que, sorprendentemente, llegan a tener los mismos que las hacen. Además, qué mundo contradictorio: abominar de la educación represiva, acostumbrar a los individuos desde chiquititos a hacer de su capa un sayo y a escupir si llega el caso al paciente profesor. Y luego, cuando llegan a mayores, zas: quieren enchironarlos hasta por ganarse la vida con un duro trabajo.

Parece que a alguien se le podría ocurrir en ese mundo, aunque hipotético tan contradictorio, ir a la que podría ser la raíz de las cosas: si pudiéramos arreglar por procedimientos legales la financiación de los partidos políticos, se facilitaría mucho la limpieza de la corrupción inexistente. Desaparecido el secreto, la autoridad moral de los jefes para llamar al orden a sus subordinados se incrementaría; éstos no podrían utilizar ni la sombra de un chantaje. El personal facilón respiraría otro ambiente y se tentaría la ropa.

Y todo ello sin leyes represivas nuevas. ¡Si en realidad basta con que unos cuantos hagan un pacto entre caballeros que no es necesario ni publicar! Variar las conductas sería más útil que utilizar el boletín oficial como medio de predicación moral y arma arrojadiza. Quizá algunas normas, pocas, sobre incompatibilidades. Y publicidad; publicidad de lo que perciben los partidos y los intermediarios. En algunos lugares hay antecedentes muy dignos. ¿No existe una honrada profesión que cobra por tramitar a la gente un pasaporte, un DNI o un permiso de caza? Suprimida la raíz, el resto sería más fácil: antes se podría llegar a esa Jauja del estadio quinto. Y las mujeres ya podrían parir sin temor cuantos hijos decidieran. Legalizar más que prohibir. Y publicidad, mucha publicidad. En vez del compromiso en el secreto de lo ilegal, el acuerdo de hacer público lo que partidos y sujetos físicos perciben. En vez de amenazar con la invasión de una ola de pureza, en vez de eso de que la decencia con sangre entra, pacto firme para la financiación de los partidos: un poquito de glasnost en ese asendereado campo; no todo va a ser para personal ex soviético y adláteres; aprendan de los nuevos modelos de virtud que llegan de Oriente.

De no ser así, es mejor resignarse que permanecer en el estadio cuarto del camino de la pureza imparable. Y consolarse pensando que el fin que se persigue es bueno, aunque traiga impurezas. Y que, por tanto, los ladrones somos gente honrada. Es una forma de sobrellevar el peso de las leyes implacables de la historia.

Espero que ahora todo haya quedado claro. ¿O aún hay ambigüedad? En ese caso, es que quizá hay una epidemia de hermafroditismo ético. Paciencia. Ya vendrán tiempos mejores. Y, además, ¿qué más da? ¿No es todo esto pura imaginación?

J. García Añoveros es catedrático de Hacienda de la universidad de Sevilla.

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