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Cuestiones malditas

Rafael Argullol

Me temo que los futurólogos, que no previeron nada de lo que sucedió en los últimos meses, han empezado a equivocarse al predecir lo que sucederá en los próximos años. Los futurólogos acostumbran a contemplar el mundo y la vida de los demás como si ellos no estuvieran ni en la vida ni en el mundo. Son voyeurs de la historia que colocan sus piezas en un tablero imaginario con la seguridad de que la partida se desarrollará en la dirección apetecida. últimamente, excitados por los acontecimientos del Este, son más numerosos que nunca, y entre gentes de toda ralea. Por fin parece que hay un tema del que hablar, y en las reuniones sociales, los asuntos del Este sirven para olvidar el aburrimiento del Oeste.Lo más notable es que los futurólogos son, por lo general, poco imaginativos y tienen una visión del futuro alarmantemente plana. Ponen sobre el mostrador el bienestar y la libertad occidentales, mientras aguardan a que los pobres y oprimidos hagan cola delante de la tienda. Lo más lógico tras el triunfo del liberalismo, piensan, es que todos quieran ser liberales, para así gozar de la prosperidad y la democracia. Pero, entonces, salta alguna que otra sorpresa, y los futurólogos se desconciertan ante los equívocos surgidos entre la oferta y la demanda. Se ofrece un modelo liberal irreprochable, y, sin embargo, brotan reprobables demandas cargadas de fanatismo. Nacionalismos, extremismos religiosos, sectarismos políticos. Se ofrece modernidad y llegan ecos de respuestas antimodernas o premodernas. Muchas demandas resultan, desde el lado de Occidente, desconcertantes; pero sería bueno preguntarse hasta qué punto no es asimismo desconcertante la oferta occidental para los demandantes. El discurso sobre el bienestar y la libertad, que aparece como único pensamiento occidental, siendo válido para deslumbrar, ¿no puede ser a la larga, como la visión de los futurólogos, excesivamente plano?

Leyendo un reciente estudio sobre la literatura soviética contemporánea me encontré con una expresión que, por el alcance que parecía tener en la tradición intelectual rusa, tenía bastante de sorprendente: cuestiones malditas. Era aleccionador saber cuáles eran estas cuestiones consideradas malditas. El sentido de la existencia humana, la frontera entre el bien y el mal, el ser moral, la trascendencia... Todavía era más elocuente constatar que tales cuestiones no habían dejado nunca de ocupar un lugar central en la literatura rusa. La sombra de los escritores del siglo pasado se proyectaba poderosamente hasta nuestros días, y así, a pesar de las condiciones históricas diversas, los Gogol, Dostoievski, Turgueniev o Tosltoi seguían reencarnándose en los autores actuales. Las cuestiones malditas, abordadas por aquéllos, seguían enteramente vigentes.

Vistas desde la óptica de la cultura occidental contemporánea, son, cuando menos, chocantes. Nos hemos acostumbrado a prescindir de las cuestiones malditas. Hemos desmalditizado tales cuestiones, tachándolas de inabordables, si no de molestas o superfluas. Las sucesivas muertes o agonías proclamadas (Dios, el arte, la metafísica, las ideologías, la historia), abriendo el camino a nuevos ejercicios de libertad, también han favorecido el surgimiento de una suerte de pragmatismo espiritual que, en última instancia, al anular toda capacidad interrogadora, deja al hombre desarmado ante sí mismo.

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La secularización de la cultura y la erradicación del moralismo en el arte son, sin duda, conquistas de la modernidad. No obstante, paulatino fracaso de proyectos alternativos, ha tenido consecuencias contradictorias. De un lado, ofreciendo la oportunidad, en principio beneficiosa, de vivir sin necesidad de pensar en modelos positivos: el extraordinario aprendizaje que significa saber, al fin, que es mejor vivir sin ideales que vivir aplastado por los ideales. De otro lado, en cambio, facilitando una permanente huida frente a la exigencia de formular preguntas demasiado esenciales o, si se quiere, demasiado inquietantes.

El pensamiento occidental, quizá justamente escarmentado, aparece atemorizado ante el territorio, siempre peligroso, de las ideas, y, como consecuencia de ello, se muestra impotente para enfrentarse, siquiera de modo parcial, al poderío, igualmente peligroso, de la realidad. La ausencia de crítica, o autocrítica, conduce a la satisfacción, o autosatisfacción, de mostrar, sin fisuras, la realidad occidental como el mejor de los mundos posibles. Es decir, un mundo que produce, consume y se vanagloria de su libertad sin necesidad de plantearse cuestiones malditas.

Puede que ésta sea una rica fuente de confrontaciones en la actual tarea de captación del Este por parte del Oeste. De momento ya han causado cierta alarma voces demasiado moralistas, demasiado metálicas o incluso demasiado metafísicas (¿se acuerdan de Solyenitsin, presentado hace años como adalid de la libertad y luego casi olvidado por indigesto?). Mientras todo se oriente hacia los votos, los electrodomésticos y los automóviles, el proselitismo liberal no debe hallar dificultades. Pero imagínense que, de repente, desconocedores de la modernidad y recién escapados del materialismo dialéctico, los pobres conversos empiezan a preguntar por cosas tan extravagantes como el alma o el espíritu. O por alguna de estas cuestiones que los escritores rusos llaman malditas.

¿Quién recuerda en Occidente la última vez en que se hicieron preguntas tan absurdas? Sin embargo, podría ser que se hicieran de nuevo: por eso los futurólogos tendrían que ser más imaginativos y prever que una mano invisible puede alterar, con una jugada inesperada, el orden de sus piezas.

R. Argullol es profesor de Estética de la universidad de Barcelona.

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