Hacia el Sur
Los países de la Europa del Sur, frente a la historia, hoy tan móvil, están haciendo el papel de espectadores inquietos y rezongones. Los franceses, por empezar con ellos, conscientes de que con la desaparición de Yalta han perdido unas rentas que les permitían mantener una situación muy por encima de su poderío natural, no hacen más que alardear de la importancia de las relaciones franco-alemanas, y ponen en ello tanto énfasis como los alemanes en lo contrario, es decir, en restarles trascendencia. Los italianos, por su lado, andan inquietos ante el hundimiento de una construcción europea y de una solidaridad atlántica de la que, durante decenios, fueron sus más aventajados defensores, con el agravante de ver cómo Yugoslavia, a sus puertas, en proceso de descomposición, resucita el desorden en los Balcanes y el correspondiente riesgo de un Líbano europeo. Los españoles, convertidos en uno de los países motores de la dinámica europea, temen quedar de nuevo marginados hacia la periferia. Los portugueses, en fin, imaginan una ayuda europea, regida por una gran Alemania, pero que va a privilegiar a los países de Centroeuropa a expensas de los del Sur.Cada uno con sus parámetros, todos temen la marginalización y conjuran su angustia con el encantamiento. Encantamiento ante la perpetuación de un proceso comunitario, como si aquí no hubiera pasado nada. Encantamiento ante las perspectivas de una unión económica y monetaria, precisamente ahora que las autoridades monetarias alemanas, deseosas de hacer del marco la palanca de su unidad nacional, anhelan, más que nunca, eliminar cualquier lastre que grave su libertad. Encantamiento ante la continuidad de una Alianza Atlántica ahora que, en su forma actual, está ya condenada, tanto si hay neutralidad como si no, tanto si hay disolución del Pacto de Varsovia como si no.
Volviendo la vista atrás, los países de Europa del Sur están pasando por alto que tienen ante sí una formidable oportunidad a condición, claro está, de avanzar todos juntos en buena armonía. Cuanto mayor sea el dominio de Alemania en la Europa continental, mayor debe ser el interés recíproco de las naciones del Sur. Todo debe servirles ahora para un mayor acercamiento. Empezando por la economía: en el seno de una gran Europa va a haber dos motores, uno en el centro, representado por Alemania, cuyo objetivo es la reconstrucción de los países del Este, que además de ofrecer posibilidades de crecimiento aportarán un contingente demográfico del que la RFA está dramáticamente necesitada; el otro en el Sur, donde, como está pasando hoy, las necesidades todavía no satisfechas, la demografía -150 millones de habitantes, bastantes más que en la Europa central-, y la flexibilidad organizativa tendrán que ser las garantías suficientes para conseguir un más rápido desarrollo. A continuación vienen los problemas sociales: convertida ahora en receptáculo de las poblaciones del Este, de origen alemán o no, aquejadas de la fiebre de vida occidental, la gran Alemania dejará de ser la tierra de acogida de los emigrantes del sur del Mediterráneo.
Y de ahí la certeza de que la península Ibérica, Italia y Francia van a tener que soportar una inmigración acelerada, legal o clandestina, proveniente de Turquía, del Magreb y de África. Lo cual, para España, Portugal e Italia, va a resultar chocante, ya que van a pasar de ser, como lo han sido hasta ahora, países de emigración a convertirse en tierras de inmigración. Pero, al igual que ha hecho Francia, tendrán que acostumbrarse. Esa trampa consistente en intentar desviar el flujo de inmigración hacia el primer vecino recién llegado no podrá durar mucho tiempo. En fin, otro argumento que debe conducir a un mayor acercamiento entre los países de la Europa del Sur es el nuevo equilibrio estratégico: el Sur tendrá que constituirse como el último y consistente bastión de la Alianza Atlántica. Aunque Alemania pueda tal vez hacer oídos sordos a esas voces de sirena que reclaman su neutralidad, naturalmente tendrá que convertirse en una zona de baja presión militar; será el precio mínimo que habrá de pagar por su reunificación. En estas condiciones, y exceptuando el Reino Unido, que continuará siendo un apéndice militar de Estados Unidos con tal grado de automatismo que acabará por borrar, de hecho, su dimensión estratégica, únicamente queda la baza de Europa del Sur para acoger tropas americanas, y muy especialmente los misiles nucleares, fruto de un mínimo compromiso americano con el continente europeo. Cabe temer que, llamados de un entusiasmo desarmamentista con su correspondiente eliminación de tropas, los países del Sur pretendan la evacuación de las tropas americanas; sólo una coordinada política con fines estratégicos podrá ayudar a los respectivos Gobiernos a resistir a la presión pacifista de la opinión pública. Siguiendo el ejemplo de la Comunidad Europea, cada vez más tendente hacia un tipo de organización concéntrica, la OTAN tendrá que ir estableciendo alianzas militares graduales con Estados Unidos; y si a Alemania le corresponde ser el eslabón más débil de la cadena, a la Europa del Sur tiene que corresponderle situarse en el grado más alto de la escala. Si así no lo hiciera, Rusia habría obtenido lo que la Unión Soviética, cuando existía, había intentado con tanto afán: la ruptura de los lazos estratégicos entre Estados Unidos y Europa.
Pero para que Europa del Sur consiga pensarse como sujeto de la historia y no como su objeto será necesario que los Estados afectados no empiecen a desperdigarse por erróneos caminos consistentes en fábricarse lazos artificiales sustitutivos de un proceso comunitario en vías de hundimiento. Falso camino sería el que, siguiendo las más viejas tradiciones de su diplomacia, empujara a Francia a resucitar una enrevesada alianza con Rusia y a soñar de nuevo con un entendimiento cordial con el Reino Unido. Falso camino sería el sueño italiano de fabricar una Europa central, desvinculada del Este, con Austria, Hungría y los Estados miembros de lo que todavía se sigue llamando hoy, por costumbre, Yugoslavia. Falso camino la ilusión que podrían alimentar los españoles y los portugueses de creer que su porvenir se juega en su capacidad de ser puentes, los primeros con la América hispana y los segundos con Brasil. Todo ello tiene su interés, pero no será sobre esas relaciones sobre las que habrá de asentarse el nuevo redimensionamiento estratégico de nuestros cuatro países.
Ahora bien, ¿cómo se pasa de una concepción estratégica a la realidad? Si los países de Europa del Sur toman conciencia de su comunidad de destino, más importante ahora que cualquier otra forma de solidaridad, tienen que ser ellos mismos los que creen los símbolos de esa identidad. Símbolos políticos a través de un tratado que debería asemejarse en todo al acuerdo francoalemán de 1963. Estratégicos, aceptando conjuntamente convertirse, tras una renegociación de las reglas de funcionamiento de la OTAN, en el eslabón más cercano a Estados Unidos. Económicos, con una ósmosis monetaria más dinárnica que la instaurada por el Sistema Monetario Europeo, y semejante a la que existe entre el marco y sus monedas satélites de ayer (neerlandesa danesa) y de mañana (húngara o checa). Culturales, intentando dar al fin un contenido a las solidaridades latinas. Jurídicos, mediante un acuerdo de libre circulación de las personas que vaya más allá de las reglas comunitarias. Sociológicos, gracias a la definición de una política común de inmigración: reglas de acogida, flujos transnacionales, modos de inserción. Muchas teclas que tocar y todas dificiles, sobre todo si siguen en vigor las ideas de una construcción europea tradicional. Y no menos ambiciosas que en la posguerra lo fueron la OTAN, el plan Monnet o el Tratado de Roma. Ahora bien, cuando la historia se pone en movimiento todo se vuelve posible. A condición de que se fijen las nuevas prioridades y de que no se reaccione ante los problemas del mañana con los reflejos de un siglo ya pasado.
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