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Filosofía y carnaval

A Eugenio Días¿Filosofía y carnaval? Sí, porque nadie como Foucault ha escrito sobre lo que nos espera como arqueólogos del animal racional. Sólo por esto su magnífica calva Negó a reírse tanto del buen sentido de las categorías del orden filosófico. Tanto es así, que decidió un martes de carnaval salir disfrazado de demiurgo elegantísimo y pasearse, el muy irreverente, frente a la comisaría del distrito latino, por donde al atardecer solía perseguir Sartre a las muchachas que salían del Liceo. Y lo curioso es que rápidamente se le unió santo Tomás disfrazado de Sade; al poco tiempo, Nietzsche, a lo Guido Remy (me refiero al profesor italiano); luego, Klossowski, de él mismo, y por último, Derrida, con un hermoso texto-disfraz de color violeta. Todos ellos, como niños en alegre algarabía, corrían calle abajo cantando, muertos de risa, con mucho amor propio y mucho amor contra la moral, porque recordaban que Eugenio Trías, aconsejado sensualmente por Matilde Urbach, pretendió una noche madrileña irse de Perico Chicote sin pagar...

¡Qué disparate! Pero es que lo que el geneálogo encuentra en los orígenes de nuestros disfraces no suele ser una imagen adecuada a sí misma; no es, afirma Foucault, un secreto esencial y sin fecha anterior al tiempo, al cuerpo y al mundo, sino "el secreto de que no tiene esencia, o de que su esencia -definición- fue construida pieza a pieza a partir de figuras extrañas a ella". Lo que encontrarnos fuera del desorden del carnaval, es decir, en la cuaresma de la identidad, no es la inmaculada sustancia de las cosas, lo en sí, el eso mismo, y demás orígenes metafísicos, sino su discordancia con las categorías absolutamente racionalistas desde las que pretendemos expllicarnos: un auténtico disparate. Por eso la historia genealógica enseña a reírnos de las solemnidades del yo, de los oropeles del origen. No pretende hacer reposar nuestra identidad acartonada; tampoco fundarla teleológicamente en aras del cuento historicista "había una vez" (la historia como prostíbulo); sino que, como exigía WalterBenjamin, ahora se trataría de pasar el cepillo por la historia a contrapelo.

Esta labor la llevaron a cabo Nietzsche-Foucault al intentar subvertir el uso platónico de la historia basado en a) la inmortalidad del alma, que convierte la narración histórica en el cuento de la reminiscencia del origen; b) la unidad del alma en tanto unidad del yo / personaje del drama de nuestra salvación; y c) la verdad en sí, el bien en sí, etcétera, que disfraza la voluntad de poder del filósofo-sacerdote con la idea de una "voluntad de saber", que es como se presenta modernamente la ciencia histórica.

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Frente a estos tres usos, y una vez que el Dios de la absoluta identidad ("Yo soy el que soy": otro bocazas) se supone que ha muerto, se propone el uso paródico y destructor de la realidad en tanto sustancia, mediante la analogía que tiene la historia con el carnaval. Frente a lo suprahistórico y contra la unidad del destino en lo universal que parece que no cambia, estos historiadores señalan miles de identidades de recambio de las que sabemos que sólo se trata de disfraces. Julio César, Cristo, Empédocles, Wagner, Agustina de Aragón, Paco Gento ... ; pero de los que no huimos por espíritu de la pesadez, sino que pretende aligerar la tierra llevando el carnaval al extremo: poner en marcha un gran carnaval del tiempo en el que las máscaras no cesarán de volver (Foucault).

Pero para esto, y dejando por ahora el problema de la elección del disfraz, se necesita antes parodiar nuestra inmaculada identidad. ¿No será el yo, ese personaje de novela que nos vive, un animal que, como canta Franco Battiato, "me hace esclavo de mis pasiones y nos roba todo, hasta el café"? ¿No será el yo un disfraz de nuestros más bajos instintos y pasiones? ¿No deberíamos ponernos en guardia frente a ese gran hombre que llevaríamos dentro y esperar vernos, entre acto y acto, como los comediantes de nuestro propio ideal? Claro, que esto implica tener que desmantelar la concepción racionalista del sujeto puro de conocimiento, junto con la inservible, a estas alturas, definición del hombre como animal racional para poder mirar cara a cara nuestro sublime origen. Y lo que se descubre es que nuestra voluntad de saber no fue jamás ajena al instinto, la pasión, la crueldad, la mentira y el asesinato.

Después de tantos manuales ordenaditos, nuestros alumnos andan desternillados de risa en sus pupitres. En los orígenes ya era el carnaval. Esta diferencia es la que provoca nuestra risa: "Una emoción que nace de la súbita transformación de una ansiosa espera en nada", según la definición de Kant, gracias a lo que se agitan las entrañas y el diafragma como indicación de la vitalidad favorecida en el cuerpo, y del sentimiento de la salud; por lo que, desde el punto de vista de la risa, el alma bien pudiera ser usada como médico del cuerpo. Por esta saludable razón pensó Kant que era insuficiente el contrapeso señalado por Voltaire a las muchas penalidades de la vida, la esperanza y el sueño, indicando que deberíamos añadir la risa si no fuera porque la broma y la originalidad del humor que se exigen para ello son tan escasas como abundante el talento para imaginar cosas que destrozan la cabeza, propio de los místicos, vertiginosas, como hacen los genios, o que parten el corazón, como los novelistas sensibleros y los moralistas sentimentales.

Frente a esto, los Jorge de Burgos de nuestra Universidad ya se apresuraron a poner veneno en los vértices de estas lúdicas páginas y gritan enfadadísimos: "¡Cómo! ¿El filósofo serio por excelencia, el notario de la razón, escribiendo a favor de la risa? ¡Imposible!". Y, sin embargo, por mucha seriedad que estos espíritus estúpidos traten de poner sobre nuestros hombros, ¿qué sería de la identidad de nuestro padre Adán, que a todo fue nombrando en el origen, si su nombre lo leyéramos al revés?

Pero el reloj ya ha dado las doce de la medianoche. Andan alegremente las máscaras por las calles que van a dar al puente de Rialto. ¿No es hora, pues, de volvernos a ajustar nuestra identidad? ¿Cómo vamos a dar clases serias y provechosas en este mar de dudas? ¡Ay, qué será del suelo durante el acqua alta! ¿No deberíamos olvidar lo dicho / reído y atornillar, bendiciendo todo miércoles de ceniza, nuestro yo de metafísicos, historiadores, antropólogos, éticos, estetas y lógicos?

En pleno carnaval, Nietzsche escribió un poema titulado Venezia, en el que se canta que el alma se le había transformado en un instrumento de cuerda y que el alma, las góndolas, el puente, las luces, la música, el agua, todo ... se deslizaba, ebrio, hacia el crepúsculo.

Julio Quesada es profesor de filosofía de la universidad Autónoma de Madrid.

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