Demasiado corto
Dos cosas malas tiene el carnaval para mi gusto. Una, que es el inevitable umbral del abandono de las tentaciones de la carne durante una cuarentena, y bien sabemos que a quien deja la lujuria un mes, ella le dejará tres: luego si la abandonamos durante 40 días, a simple ojo sale que permaneceremos 120 jornadas sin catarla, y eso es mucho tiempo. Dos, que el carnaval como desenfreno, y sobre todo como suplantación, no dura ni una semana. Lo que es una miseria.Cada año, además, en vísperas de estas fechas me entra la duda atroz, y me precipito dentro del armarlo gritando que no tengo qué ponerme. Es difícil encontrar un disfraz que a la vez que rutilante sea cómodo, fino y seguro.
Como mujer sencilla, desconfío de los oropeles, y nada más lejos de mis propósitos que vestirme de Pompadour, ni siquiera de poleo-menta. Dar el golpe, sí, me encanta, pero ¿cómo? ¿Cómo? El traje de folclórica no puedo usarlo en estas ocasiones, pues precisamente lo utilizo para tomar taxis y amilanar al conductor cantándole Campanera a voz en grito. Por otra parte, enloquezco por ataviarme de Catarsis, pero sospecho que iba en coturnos, y con lo patosa que soy me pegaría una oblea contra los bordillos.
Ya que hay que despedirse de la carne, propongo que todos a una nos disfracemos de orgasmo. Ensayemos. Uno, dos, tres: "¡Sí, sí, sí! ¡Ahí, ahí, ahí! ¡Más, más, más! ¡No te muevas, no te muevas, no te muevas!". Original y barato.
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