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Tribuna
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La apuesta

Se nos mueren los grapo, y el país tan tranquilo. Y pocas veces la tranquilidad ha estado tan cercana a la inquietud. Lo grave de esta historia es la ligereza con que se está tratando la muerte voluntaria de unos cuantos. Aprendieron a conocer la muerte en los cuerpos de los otros, y ahora se disponen a experimentarla en los propios. Y eso, a lo que se ve, ya basta para desentendernos. Parece que nunca lograremos sacarnos de encima esa tentación taliónica y brutal que convierte al hombre en el péndulo de la barbarie. Se nos mueren los grapo, y a lo más, se nos ocurre decir que ellos lo quieren así y que no se puede ir contra la libertad trascendental del individuo de poner fin a sus días. Nos sentimos tan libérrimos que ya estamos redimidos de reflexionar. Como si darse muerte fuera lo mismo que dejarse la barba o hacerse cura. No es que se nos mueran: simplemente mueren. Un tipo de muerte que llega a titular de periódico, pero por la que no merece la pena acudir a nuestro enmohecido botiquín moral.Porque esas muertes anunciadas no entran dentro de los cánones del suicidio, sino del espectáculo. La libertad indiscutible del suicida se refuerza con el ámbito íntimo de su muerte, ese ajuste de cuentas con alguien que el autor prepara con esmero. Pero el suicidio público y aplazado exige la presencia de una sociedad conmovible que, quiera o no, ha de participar de una decisión que la vincula. En esas agonías prolongadas la muerte es la última ficha de la apuesta. No incluye la liberación de la eutanasia. Ni la epopeya de los heroísmos. Ni la generosidad del sacrificio. Porque esos equilibristas de la muerte lo que en realidad desean no es morir, sino sus reivindicaciones carcelarias. Por eso es falsa esa apelación a la libertad para dejar que mueran. No hay libertad en la muerte. Alguien amenaza con su propio fin a condición de que otros le rematen. Y entre la muerte y la vida, la especie humana suele optar siempre por las segundas oportunidades.

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