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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Partidos y partidas

LA FINANCIACIÓN a cargo del erario público de la actividad de los partidos políticos fue presentada en su día como la fórmula que garantizaría la transparencia de sus cuentas y acabaría con las extendidas sospechas sobre el origen irregular de algunos de sus dineros. Pues bien, a los tres años de vigencia de la ley de 2 de julio de 1987, por la que se endosa al Estado esta carga financiera, ni las cuentas de los partidos son transparentes ni han disminuido las sospechas sobre el carácter heterodoxo de algunas de sus, fuentes de financiación.De entonces acá, los partidos políticos, han recibido 20.000 millones de pesetas de los Presupuestos Generales del Estado exclusivamente para sufragar los gastos derivados de su funcionamiento ordinario, a los que hay que añadir varios miles de millones más ingresados en sus arcas procedentes de los fondos públicos destinados a gastos electorales y de subvenciones a cuenta de la actividad parlamentaria. En todo ese tiempo, el contribuyente apenas ha sabido nada referente al uso y destino de los fondos entregados.

Esta anómala situación no puede desligarse de la ineficacia que impera en la fiscalización del gasto público en general. Pero tiene sus causas propias, entre las que no es la menor la aversión que sienten los partidos a que la luz se haga en toda su plenitud sobre sus finanzas. A la obstrucción de las formaciones políticas hay que añadir la impotencia manifiesta del Tribunal de Cuentas, órgano constitucionalmente encargado de la fiscalización externa de la actividad económico-financiera de los partidos. Y las Cortes, destinatarias de los informes de control, no han mostrado demasiada prisa en recibirlos.

A todos ellos -partidos, Tribunal de Cuentas y Cortes- debería causarles sonrojo que a estas alturas sólo se disponga de un borrador de dictamen referente a las cuentas de 1987, primer año en que se puso en marcha la financiación pública de carácter regular de los partidos políticos. Una situación que, además, supone un claro incumplimiento de la ley, la cual obliga al Tribunal de Cuentas a llevar al día sus funciones fiscalizadoras, y a los partidos políticos, a presentar en el plazo de seis meses, a partir del cierre de cada ejercicio, una contabilidad detallada y documentada de sus respectivos gastos e ingresos.

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Si la propia ley es tan inoperante en el cumplimiento de sus específicos fines de transparencia, no es de extrañar que lo sea aún más como instrumento diseñado para alejar de los partidos políticos el fantasma de la corrupción. La financiación a cargo del contribuyente no ha impedido que en estos años crezca como la espuma la sospecha de que a sus arcas fluye un río de incontrolable dinero negro procedente de comisiones cobradas bajo cuerda en relación con recalificaciones de terrenos, licencias y contratas de obras públicas; es decir, de todos los lugares en los que la discrecionalidad es la norma, y no la excepción. Si esta sospecha fuera realidad, sólo cabría sacarla a la luz con ayuda de la legislación adecuada. Lo que resulta ya inentendible es que lo que la propia ley considera transparente y diáfano -el uso y destino de los fondos públicos entregados a los partidos- se convierta en opaco por el mal funcionamiento o la ineficacia de los mecanismos de control y verificación.

No es demagogia señalar la existencia de dos varas de medir en la actuación del Estado frente al dinero: máximo control fiscal sobre los bolsillos de los ciudadanos asalariados y manga ancha en el seguimiento del que corre por los conductos institucionales. Si el contribuyente español ha sido llamado en auxilio de los partidos políticos -para favorecer su implantación social y suplir la penuria de las aportaciones de sus militantes-, lo menos que puede exigir en contrapartida es una pronta y exhaustiva información sobre la ayuda prestada. No hacerlo así es alimentar irresponsablemente desde el propio Estado la antidemocrática sospecha -por lo que tiene de generalización descalificadora- de que la actividad política es poco menos que sinónimo de trapicheo y de manejos sucios con el dinero de los ciudadanos.

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