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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El peor camino

LOS GOBIERNOS democráticos tienen la obligación de ser prudentes, y no temerarios. La querella presentada ayer por el fiscal general del Estado contra el diario El Mundo tiene más de lo segundo que de lo primero. Afortunadamente, tiene pocas posibilidades de prosperar, dada la protección que la Constitución ofrece al derecho a la información, y la prevalencia de éste sobre otros eventuales derechos en caso de colusión que se deriva de reiteradas sentencias del Tribunal Constitucional. Así lo entendieron los técnicos de la propia Fiscalía General, que desaconsejaron en un informe la presentación de la querella, y numerosos penalistas consultados. Cabe deducir, por tanto, que al presentarla unos días después de que el presidente del Gobierno anunciase públicamente que lo solicitaría, el recién nombrado fiscal general ha actuado por un móvil más político que jurídico: lo que se persigue con la presentación de la querella es antes un efecto intimidatorio sobre la Prensa -convertida en único chivo expiatorio de las desgracias que afligen al Ejecutivo- que la sanción de un delito. Porque, para empezar, es más que dudoso que haya un delito.Los hechos son éstos: el diario incriminado afirmó que dos ministros mencionaron a Juan Guerra como una de las personas interesadas en una subvención concedida por el Gobierno. Como fuente se cita a "un alto dirigente socialista". En principio, ello no supone, como precipitadamente se ha deducido, acusar al Ejecutivo de prevaricación. Prevaricación es dictar a sabiendas una resolución injusta. Estuviera o no Juan Guerra interesado en el asunto, la subvención -que, por cierto, nunca se cobró-, si cumplía los requisitos exigidos por la ley, pudo ser justísima. La información puede considerarse cierta o errónea, bien o mal documentada, maliciosa, poco fundamentada, escasamente diligenciada, etcétera. Pero no cabe hablar, en rigor, de que la información implicase la imputación de un delito al Gobierno o alguno de sus miembros. ¿No está ahora el Parlamento tratando de definir penalmente el tráfico de influencias ante el vacío legal detectado?

Al asumir el riesgo de que la querella no prospere, el fiscal general compromete, en su primera intervención como tal, su credibilidad institucional y dilapida así su mayor capital. Y lo hace por no desairar a quien, desde las más altas instituciones del Estado, comprometió su palabra. El asunto tiene por ello una dimensión política evidente. El sentido común hubiera aconsejado, si el Gobierno se sentía injustamente vejado por vía de insinuación, la utilización de otros caminos que el penal, más apropiados y también más eficaces. Acudir a los tribunales de justicia con un asunto de tan dudosa entidad delictiva como el que se comenta muestra el deseo apenas disimulado de utilizar la acción penal con fines predominantemente intimidatorios.El fiscal debería haber tenido el coraje de llamar la atención del Gobierno sobre la escasa base, cuando no desnuda improcedencia, de la iniciativa adelantada. Los contenciosos entre la Prensa y el poder político sólo deben sustanciarse ante los tribunales en los casos de delitos claramente definidos.

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