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La última etapa

Haber ganado tres elecciones con mayoría absoluta, aunque la última haya sido por los pelos y aún no esté asegurada, es hazaña que merece el mayor reconocimiento, pero también plantea no pocas cuestiones. La más elemental, que es probable que con ella haya acabado la racha -a la tercera va la vencida-, ha empezado a hacérsela mucha gente. Pero antes de que sobre el país se extendiera la conciencia difusa de que estábamos finalizando una etapa, los acontecimientos ocurridos en la Europa del Este han convertido esta sospecha en evidencia. Obvio decir que ya nada será lo que ha sido, aunque, casi tres meses después de las elecciones, otras y más contundentes sean las razones. De repente ha cambiado el mundo a nuestro alrededor, iniciándose una nueva época de la que todavía no logramos percibir la dirección en que camina; en cuanto a nuestro país, sólo sabemos que nos hallamos al final de una etapa. Son demasiadas incertidumbres ara no producir desasosiego.En las últimas semanas se ha quebrado un principio que en España parecía indiscutible, la primacía de la política interna. El resultado de las elecciones, la anulación judicial de las celebradas en Murcia y Pontevedra, la discusión en tomo al derecho de autodeterminación, el próximo juicio sobre los GAL, asuntos que cada uno por sí hubiera apresado nuestra atención, al poner de manifiesto lo fácil que podría desestabilizarse un régimen que hace tan sólo unos meses dábamos por consolidado, palidecen ante los sucesos de la Europa del Este.

Y no sin buenas razones. Muy torpe e irresponsable tendría que ser el que se negara a sacar al menos una lección: regímenes que considerábamos razonablemente estables hace tan sólo unos meses se han desplomado en unas pocas semanas, incluso en días, si trataron de hacer frente a la insurrección. No caigamos, como las clases dirigentes de los países del Este, en el error de creer la propia propaganda, y nos tranquilice el argumento de que lo sucedido en aquellos países sería inconcebible en las democracias occidentales.

La única superioridad palpable del mundo occidental -y, desde luego, resulta decisiva- radica en su sistema productivo, capaz hasta ahora de satisfacer el consumo creciente de una buena parte de la población. Pero no se eche en saco roto que la última década ha eliminado de esta dinámica a los países másavanzados del Tercer Mundo y ha tenido que tolerar bolsas crecientes de pobreza en los países más ricos. No hay razones suficlientes para predicar ningún tipo de catastrofismo, pero suponer que el mundo occidental está en condiciones de superar todos los retos que se presenten es atarse una venda en los ojos y negarse a ver la realidad. El desmoronamiento del bloque soviético, con las grandes ventajas, pero también inconvenientes graves que ello supone para el mundo occidental, trastoca de tal forma las esferas de influencia y las corrientes intemacionales de inversión que -sin fuertes tensiones y conflictos- no podrá conseguirse un nuevo punto de equilibrio.

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Una coyuntura internacional tan inestable e incierta -los dos imperios, el ruso y el norteamericano, que surgieron en los flancos de Europa a comienzos de siglo, están condenados a una pronta destrucción, aunque sea evidente para el primero y se necesite de alguna perspicacia para percibirlo en el segundo- no debe servir de pretexto para. guardar la cabeza debajo del ala e ignorar nuestra situación. En las semanas que siguieron a las elecciones, pese al esperado triunfo socialista, se produjo un ambiente de inseguridad, de fragilidad del sistema, sin causas reales claras, que, en cualquier caso, ponían de manifiesto el agotamiento de un modelo político. Algo ha llegado al final, aunque en la determinación de ese algo se barajen diversas hipótesis.

Para los más optimistas, o más conformes con el régimen, lo que habría acabado es la arrogancia, el rodillo socialista, y estaríamos empezando una nueva etapa que habrá de culminar en un Gobierno de coalición, que es el que mejor cuadraría en una Constitución nacida del consenso. Los Gobiernos de mayoría absoluta reducen a un mínimo la función del Parlamento, a la vez que trasladan la política de las instituciones pertinentes (Parlamento y partidos) a los canales subterráneos que conectan los grupos sociales más fuertes con el Gobierno de tumo. Se comprende la afición que ha desarrollado la derecha por los Gobiernos de coalición, única posibilidad de participar en un plazo razonable en el Gobierno de la nación, pero no es menos cierto que este afán la desvincula de los sectores sociales con mayor poder económico, que, naturalmente, prefieren tratar con Gobiemos fuertes, desprendidos de sus bases sociales y alejados de los controles parlamentarios. En el fondo, como se ha puesto de manifiesto en Galicia, la única mayoría absoluta que es mala es la que obtengan los contrarios.

Clama al cielo el que hoy la derecha afirme que se optó por el sistema proporcional precisamente para evitar mayorías absolutas. Cierto que la experiencia de la II República, al poner de manifiesto lo peligroso que en un país como el nuestro son los cambios bruscos que conlleva el sistema mayoritario, inclinó la balanza por el sistema proporcional, pero ello no quita que no se hicieran las correcciones debidas para que la mayoría absoluta resultase factible. Que no la obtuviera la derecha, que hizo la ley a su imagen y semejanza, y que haya servido para que los socialistas, con sólo el 39% de los votos, puedan confirmarla por tercera vez no deja de resultar una paradoja divertida."En España votan las hectáreas en vez de las personas", repetía con su gracejo habitual un líder socialista, discurso que ha tenido que abandonar al cambiar las hectáreas de dueño.

Otros sacan de este análisis una conclusión de mayor envergadura: no sólo canúnamos hacia un Gobierno de coalición, es que adernás ya no estará presidido por Felipe González. Consciente de que ha cumplido más que suficientemente con sus deberes cívicos y seguro de que tendrá que gobernar en coalición en un escenario muy distinto y bastante más difícil, a mediados de la legislatura cederá el puesto a otro hombre de su partido con el fin de que tenga tiempo de ganar imagen con vistas a la próxima contienda electoral. Lo que habría llegado al final es la etapa de gobierno del gran político que reveló la transición. Nos encontraríamos en los primeros trámites para organizar prudentemente su sustitución, lo que explicaría el mayor revuelo en el interior del partido y sobre todo el sigilo con que se trata esta cuestión, preocupado cada cual por no apostar antes de tiempo por caballo perdedor.

No faltan, por último, los que piensan que nos hallamos en el principio del fin del régimen mismo, aunque unos, constemados, no se atrevan a levantar la voz y otros, instalados en posiciones extremas, no puedan hacerlo. Con un político socialista, medio en serio, medio en broma, trataba recientemente de datar en qué momento del ciclo nos encontraríamos si utilizásemos las fechas de la primera restauración. Al apuntar a los noventa para hacer más sugestivo el juego, me dijo con la mayor seriedad: "Quita, hombre, hemos pasado ya de 1912".

En los últimos años se han ido acumulando algunas cargas de profundidad en relación con las posiciones independentistas en la periferia y con la forma que ha tenido de reaccionar el Gobierno, que si se produjera una crisis social grave, que de ningún modo cabe descartar, una vez que hemos calcado el modelo de crecimiento de los años sesenta, con los resultados ya conocidos, el régimen podría saltar en mil pedazos. El independentismo juega a esta carta y, claro está, acumula toda la metralla posible para producir esta eventualidad.

Esta tercera hipótesis, tenga lo que tuviere de realista, ha fortalecido la posición del presidente. Mientras que obviamente las cúpulas partidarias están interesadas en una pronta sustitución, los poderes reales del Estado y de la sociedad no pueden menos de reconocer el papel fundamental que desempeña hoy por hoy el partido socialista en la vertebración del Estado, y el presidente, en la articulación del partido. Si desaparecieran estos dos factores, ¿qué quedaría del régimen?

El que esté convencido de que la gobernabilidad de España está asegurada con el partido socialista y sin él, con Felipe y sin Felipe, considera al régimen fuertemente asentado. Ojalá fuera así. Lo grave es que, al menor síntoma, se palpa la fragilidad de todo el edificio, mostrando, por un lado, la poca confianza que los poderes sociales e institucionales tienen en el régimen y, por otro, cuántos y qué variados son los grupos y tendencias que han apostado por su derrumbamiento.

Podrá pensarse que la idea del acoso, de la fragilidad del sistema, se exhibe en la plaza pública para mejor cimentar lo indispensables que serían partido y presidente o parajustificar, pese los guiños efectuados, su permanencia en el poder hasta que le expulsen los votos. Estoy convencido del triste destino de los pueblos que no pueden, o que no saben, desprenderse de sus caudillos providenciales a tiempo, pero en las actuales circunstancias, un mínimo sentido de la responsabilidad nos obliga a plantear con la mayor prudencia la transmisión del poder, algo que debiera ser lo más normal en una democracia.

La calidad de un gran político se mide no tanto por la historia gloriosa de su ascensión o por lo que haya realizado en los años de gobierno, sino sobre todo por la forma en que consiga abandonar paulatinamente el poder. De los tres trancos, este último es el que exige mayor tino. El que pretenda apurar hasta la última copa suele aceptar lo de "después de mí, el diluvio". Ha empezado la tercera y última etapa del presidente González, sin duda la más ardua y difícil, en la que puede actuar con la máxima independencia y hacer todavía muchas cosas, siempre que no olvide que su tarea principal, aquella en que se va a mostrar su verdadera talla de estadista, es saber dar paso a los sucesores en el momento oportuno y con las formas debidas.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencia Política de la universidad de Berlín.

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