El Programa 2000
PARA LOS portavoces de batalla de la derecha no hay duda de que el Programa 2000 del PSOE es sólo un truco destinado a enmascarar la ausencia de principios de la práctica desarrollada por ese partido desde el poder. Los más inteligentes entre los dirigentes conservadores, conscientes de su incapacidad para suscitar algo parecido, se han mostrado, sin embargo, algo más cautos. A los impulsores del 2000 es de justicia reconocerles el mérito de haber lanzado la idea y de haber sabido desplegarla mediante la coordinación de los esfuerzos de numerosas personas.¿Cómo de numerosas? Los responsables del proyecto hablan de la participación de 600.000 personas, de las que, precisan, "más de la mitad no pertenecientes al PSOE'. Dificilmente podría haber sido de otra manera, teniendo en cuenta que ese partido cuenta con unos 200.000 militantes. Una primera perplejidad deriva de esas cifras. ¿Cómo es posible que tantas personas estén dispuestas a intervenir activamente en el debate y sea tan rara la discusión ideológica en la vida cotidiana del partido? Ante esa hambre de participación, ¿cómo es posible, en particular, que la vertiginosa evolución desde el socialismo del Sur -superador de la experiencia socialdemócrata de nórdicos y alemanes- hasta el pragmatismo cuasi liberal de los últimos años se haya producido sin apenas contesta ción interna y en absoluta ausencia de explicación ex terna? En otras palabras: ¿no será el Programa 2000, situado en el poco comprometido terreno de la prospección, el sustitutivo del inexistente debate partidista sobre los problemas políticos del día? Puede quehaya algo de esto, pero aun así habría que admitir que más vale algo que nada y que tal vez la dinamización desde arriba sea una vía para estimular el debate político por abajo.
Por lo demás, cualquiera que sea el diseño que se proponga, es evidente que el socialismo necesita actualizar su discurso. Desde las nacionalizaciones al papel de la clase obrera, son demasiadas las cosas que han ido quedando por el camino. Los viejos programas máximos de los partidos de la II Internacional prometían la socialización de los medios de producción, la abolición de la propiedad privada, una sociedad sin clases. Las nuevas realidades sociales, de una parte, y la experiencia del derrumbe del doctrinarismo marxista, de otra, han tomado inservibles, incluso como utopía, tales proclamas. Intentar una mayor congruencia entre las aspiraciones reales de los ciudadanos y el proyecto de sociedad propuesto, así como entre éste y las prácticas políticas, era, por ello, una necesidad. De ello fueron conscientes los socialistas alemanes, que aprobaron en su último congreso un manifiesto que, pretendiendo ir más allá de los programas electorales clásicos, intentaba adelantar respuestas a las nuevas cuestiones, del desempleo estructural a la ecología, planteadas por el acelerado cambio social del mundo actual. El Programa 2000 se inscribe en la misma perspectiva.
Sin embargo, una segunda perplejidad deriva del magro resultado presentado hace unos días, tras dos años de ingentes trabajos, en la forma de un borrador de manifiesto de 50 páginas. Ese escrito, que cualquier bachiller con buena pluma hubiera podido redactar, podría ser suscrito sin apenas cambios tanto por un partido ecologista noruego como por uno liberal austriaco o cristiano progresista chileno. Los objetivos reseñados son todos encomiables, razonables. Pero se echa en falta una definición de prioridades, un cuadro de opciones políticas que dé coherencia y singularidad a la estrategia propuesta. Es cierto que la publicación en diversos medios de algunos de los trabajos preparatorios indica que hay por detrás una acumulación considerable de reflexión, en línea con lo que se está haciendo en otros países europeos. Pero a la vista de lo que se propone como síntesis de esos trabajos y marco para el debate futuro, es legítimo dudar del rendimiento que se ha sacado de esas reflexiones.
Ello lleva a una tercera reticencia. La de si es posible un verdadero debate intelectual, abierto y libre, en un espacio decisivamente marcado por la presencia del poder. La figura del vicepresidente del Gobierno al frente del proyecto otorga a éste un carácter oficialista difícilmente compatible con el pensamiento crítico que se supone propio de toda empresa intelectual. Lo ocurrido el día de la presentación del manifiesto, con todos los asistentes mostrando su adhesión a un Alfonso Guerra repentinamente descabalgado de su montura populista, puede ser, en esa perspectiva, algo más que un síntoma. Pues tanto o más que sobre el papel del sector público en su proyecto es urgente que los socialistas discutan también sobre los efectos que el poder ha producido en ellos, y en particular sobre esa confusión entre lo que es bueno para la sociedad y lo que conviene a sus intérpretes.
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