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El espíritu de los noventa

Vivimos en un mundo audiovisual, cinematográfico, televisivo, publicitario. Todo es imagen, título, eslogan. De ahí la maravilla de la síntesis, pero a la vez el riesgo de la simplificación.Los ochenta, La década perdida para América Latina... He ahí un hermoso título. Nostálgico, agonista, como el posmodernismo que hoy nos inunda y adorna las asépticas líneas rectas del modernismo con cupulines, columnas, volutas, lambrises. Década perdida... Suena a Scott Fitzgerald, a Hemingway, a ragtime.

Éramos conocidos por nuestros dictadores. Los Yo, el Supremo, de Roa Bastos; los Señor Presidente, de Miguel Angel Asturias. En este siglo aparecían como exceptuados Costa Rica y Uruguay, pero también éste en 1973 tuvo su dictadura, latinoamericanizando su viejo título de Suiza de América. (En 1989, los suizos votaron en un referendum si mantenían su Ejército; los uruguayos, si cancelaban viejas denuncias contra los militares.)

Los ochenta, sin embargo, nos han traído otro viento. Llegamos al fin de la década con más democracia que nunca. Suramérica, sin dictaduras. La América del, Norte latina, tampoco. La propia América Central, que no está toda ganada, parece ir en un proceso sin retorno a la vista.

¿Quién nos diría hace un año que Paraguay, insularizado, encerrado, siempre con aire de capatacía, de pronto se abriría y en unos pocos meses mostraría una democracia que funciona como si hubiera estado por años preparándose?

¿Quién nos diría hace dos años, no más, que Chile habría tenido su elección sin tropiezos, elegido su presidente, y que hoy se aprestarían para incorporarse al mismo Parlamento quienes hasta ayer parecían irreconciliables?

Todo parece ir como en un vértigo. Y esto se hace paralelo a dos fenómenos: la consolidación democrática de España, cuyo efluvio invade sus viejas colonias, alentándolas, mostrándoles un camino, diciéndoles que la democracia y el desarrollo no son monopolio anglosajón; la dada vuelta del marxismo, iniciada por Gorbachov, que entierra la utopía centralizadora del partido único y la economía cerrada.

Brasil, la octava economía del mundo, reencuéntrase también con el voto directo, que no conocía desde hace tres décadas.

Ya no hay más Galtieris en el horizonte para lanzarse contra una potencia europea en un rapto de demagogia comarcal. Hasta Noriega ha desaparecido; desgraciadamente, de mal modo...

México ya no muestra la indiscutida polémica hegemonía del PRI. Este gobierna por sus cabales, con su oposición enfrente, una a la derecha, otra a la izquierda, pero votando y abriendo su economía para incorporarla a los tiempos de la competencia.

Desgraciadamente, el crecimiento económico ha sido poco. O casi nulo en términos de ingreso per cápita. Y la inestabilidad parece dominar las economías. Tanto Brasil como Argentina han conocido la hiperinflación y aún sufren sus secuelas. Pero antes le pasó a Bolivia y logró superarla. Venezuela tuvo su infortunado caracazo, pero se repone y sigue adelante con un ajuste aperturista que tenía que venir.

Allí está el desafío para los noventa: hacer compatible la democracia con la prosperidad. Y no perder aquélla en el camino de ordenar las economías.

Todavía en América Latina sobreviven los únicos creyentes del viejo dogma de que el Estado puede decretar la prosperidad sin que la sociedad la cree por sí misma. Algunos han sido populistas o de derecha, como la mayoría de los dictadores de la década pasada; otros son marxistas, como los muchos partidos que todavía creen en aquella concepción de la que están violenta y desesperadamente renegando los marxistas europeos. Más papistas que el Papa: la realidad es la equivocada...

Aquí sí que hemos perdido. En los años de las expansiones japonesa y alemana; de los neorenacimientos italiano y español; en los años en que la socialdemocracia dejó a Marx relegado a la historia, en América Latina -aún- sigue vigente la utopía. No logra predominar, pero mantiene vivo el malestar; impide razonar; no deja gobernar; alimenta expectativas imposibles de satisfacer; cuestiona la racionalidad; desprecia el espíritu empresario o la iniciativa individual; desdeña el afán administrador.

Para superar la crisis económica también habrá que superar el escollo de las propuestas utópicas. O de los voluntarismos sociales, que quieren distribuir lo que no se ha producido.

Felipe González ha reclamado a Europa que, deslumbrada por la liberalización del Este, no olvide a América Latina. Generosas palabras. Que deben traducirse en concretas iniciativas dirigidas sobre todo a que se vea más claro dónde están los caminos. Pero que requieren una correspondencia en América; no es cuestión de ponernos a dramatizar algo tan hermoso como lo que ocurre en el Este. Después de todo no se está desviando hacia allí ninguna corriente de inversión, simplemente porque hoy no la tenemos aquí. Se trata entonces de crear el ambiente y entender que, además de la libertad política, debemos cultivar la estabilidad, darle previsibilidad a nuestra vida económica, superar este tiempo de los terremotos.

Si no lo logramos, las empresas japonesas seguirán prefiriendo invertir 30 o 40 millones de dólares en el activo de un Van Gogh o un Picasso que poner una fábrica en medio de nuestras vorágines.

Hay más libertad. No hay más estabilidad. Hay más creación: Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa marcan las cumbres de la mejor literatura. La utopía militarista se ha desvanecido; la marxista todavía persiste.

Ni todo perdido ni todo ganado. El espíritu de los ochenta ha sido el cambio. Buscar, liberalizar, salirse, abrir, dar vuelta. Los noventa que llegan nos reclaman consolidar, asentar, administrar, modernizar, competir. Su espíritu es racional, no emocional. Debemos servir las consecuencias de la lógica. O, como Sísifo, tendremos de nuevo que ir a levantar la misma piedra de la libertad perdida.

Julio María Sanguinetti es el actual presidente de Uruguay

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