Retrato del árbitro adolescente
A pesar de que Noriega, tras unos ejercicios espirituales en la nunciatura del Vaticano, haya decidido meterse en un penal norteamericano a la espera de que algún incontrolado lo degüelle, en España no se habla de otra cosa que de un árbitro canario, considerado por algunos como un kamikaze del centralismo más madridista que madrileño y por otros como una víctima deprimida y llorosa del eterno victimismo barcelonista y catalán. Si yo no hubiera presenciado el partido a través de la televisión, desde el comienzo hasta el fin, estaría dudando entre una y otra interpretación. Pero lo vi y me creo con ánimos de intentar esbozar el retrato del árbitro adolescente.No es un sacamuelas del arbitraje. El señor Brito es licenciado en Ciencias Económicas, ha viajado, ha leído y ha pensado. Pocos días antes del partido Barcelona-Sevilla dijo: "El triunfador del encuentro seré yo". Se le ha atribuido una afirmación más peligrosa: "Yo seré el protagonista del encuentro". Pero no.
Él quería ser el triunfador por el procedimiento de de mostrar que estaba por encima de la pirámide gigantesca del estadio, lleno de bocas malsonantes, y también de la presión psicológica de jugadores gloriosos y millonarios..., algunos de su edad. Quería demostrar también que no es, un árbitro casero, ni influido por el poder institucional de los clubes más poderosos.El partido Barcelona-Sevilla era su real primera oportunidad de demostrar que la estatura del árbitro está hecha a una escala diferente de todo lo que le rodea cuando salta sobre un césped vestido de luto y acompañado de dos monaguillos de banda, igualmente enlutados. Y no lo hizo mal el joven árbitro hasta que pitó aquel penalti fantasma a favor del Barcelona. Luego hizo caso del juez de línea, se desdijo y algo parecido a la inseguridad y al pánico escénico penetró en su espíritu, hasta tal punto que tuvo que demostrar todo lo contrario. Que su error era un acierto, que no le impresionaban la indignación del público ni el ánimo levantisco de los jugadores, que le decían groserías vejatorias para su estatura: "¡Estás jugando con el pan de unos profesionales!". Otro árbitro hubiera compensado el penalti y habría aplacado a público y jugadores. Pero el adolescente sensible que nos ocupa, a partir de ese momento dejó de ser un árbitro de fútbol para convertirse en un héroe de tragedia griega representada en una discoteca. Pitó contra el público y contra los jugadores gloriosos, millonarios, levantiscos, de su edad, que le estaban discutiendo el papel de triunfador de la discoteca. Especialmente enfebrecido cuando pitó el falso penalti y al verse rodeado de jugadores verbalmente agresivos, se sacó la tarjeta amarilla y la enseñó como enseñan las vírgenes asediadas la cruz a los aspirantes a drácula, y comprobó que el exorcismo funcionaba, que aquellos gloriosos, millonarios, jóvenes jugadores retrocedían y él quedaba victorioso sobre la peana, iluminado por un rayo láser que sólo él veía.
Gesto torero
Tan convencido estaba de su faena bien hecha, que cuando acabó el partido y se retiraba a los vestuarios, tuvo un gesto de torero al rechazar la protección de los capotazos de la policía contra las cornadas previsibles del público: "¡Dejarme solo ... !", dijo El Cordobés, y lo mantuvo hasta que le cayó cerca el primer objeto y entonces corrió, como corren todos los árbitros, y aceptó meterse bajo las faldas protectoras de los escudos policiales, como haría cualquier mortal, un servidor incluido, si el Dios de todos, incluso de Noriega, le hubiera convocado para el ejercicio del arbitraje. Más tarde, el adolescente sensible se dió cuenta de la que había armado y esperó comprensión de su compañeros de secta y de la alta curia de su Iglesia negra de calzón corto. Y al comprobar que estaba más solo que la una y sólo acompañado, interesadamente acompañado, por algunos directivos y jugadores del Real Madrid, se echó a llorar en brazos (es un decir) de José María García. Es la historia de una chulería de discoteca, no de un contubernio centralista. Ahora, que cada cual arrime el ascua a su sardina y que este chico salga del trance más curtido, pero no definitivamente envejecido. Y, sobre todo, que no se entregue al ejército de ocupación norteamericano. Aunque se lo aconseje el Papa de Roma.
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