Tímidos
Por lo que se ve, la timidez se ha puesto de moda. Notorios caraduras, mangantes de desparpajo colosal, timadores impávidos e ilustres practicantes de la desfachatez y el desahogo han dado todos ahora, de repente, en autoproclamarse timidísimos. Tal hizo hace poco Alfonso Guerra, por ejemplo, en una de las lunas de Julia Otero. No quiero decir con esto que el vicepresidente sea un mangante, pero sí que tiene una boquita de amianto y un temple más bien narciso y berroqueño. Vamos, que nuestro querido Guerra es tan tímido como un tanque rumano antes de la caída de Ceaucescu.Y los hay mucho peores. Especuladores variopintos, ejecutivos asilvestrados y feroces, solemnes berzotas y negociantes sin escrúpulos andan proclamando a los cuatro vientos la dulce timidez que les ocupa. No importa que por sus venas corra una sangre tan fría y espesa como el mercurio o que sean mucho más exhibicionistas que el tradicional esquinero de gabardina: todos ellos se jactan de ser tímidos, aunque para ruborizarse se tengan que refrotar enérgicamente los mofletes con piedra pómez.
Yo no sé si lo dicen porque piensan que la timidez confiere encanto y esperan de este modo ligar más. O si se trata de una astuta maniobra de camuflaje para así, con ese disfraz inofensivo, poder asesinar con más facilidad al contrincante. Pero me temo lo peor: me temo que en realidad creen que son tímidos. Cuanto más destrozan, cuanto más degüellan, cuanto más les salpica la sangre en el competitivo campo de batalla, más tímidos quieren creerse. Porque la timidez es una turbación del alma, y los tiburones de hoy ansían autoconvencerse de que aún les queda una pizca de alma por turbar. Son implacables, carecen de escrúpulos, han olvidado lo que es la autocrítica y el prójimo no les importa un bledo, pero ahora son todos tímidos conversos. Porque es la forma más fácil y barata de aparentar que se es humano.
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