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Democrcia y mercado

Ante el actual descrédito del marxismo, los teóricos neoliberales están reafirmando con éxito una vieja ecuación ideológica presentada como natural: la democracia es a la política lo que el sistema de mercado es a la economía (Sartori). En otras palabras, la autonomía individual y el pluralismo social sólo serían posibles con liberalismo político y con capitalismo. Sin embargo, tal sistema no es el final de la historia, considerando tanto la distancia entre sus promesas y sus logros cuanto la posibilidad de otras alternativas.La democracia pluralista de derivación liberal ha asumido actualmente la forma política del Estado social para articular el mercado, la reproducción del sistema y la canalización del conflicto a través de instituciones mediadoras y del principio legitimador de la participación universal. En este sentido, son posibles criterios formalistas o expansivos de la democracia, concibiéndola bien como un conjunto de simples reglas del juego o como un instrumento de emancipación.

En la democracia realmente existente se constata que, por una parte, la participación universal está condicionada por la desigual situación de los diferentes grupos sociales y que, por otra, su funcionamiento práctico es elitista. Son muy abundantes los estudios sobre la hegemonía de las altas burocracias, el declive del parlamentarismo, el predominio de los tecnócratas, el funcionamiento oligárquico de los partidos y la despolitización general difusa de los ciudadanos.

Frente a las premisas teóricas, son escasos grupos organizados los protagonistas de la vida política pluralista contemporánea. Por ello, la competencia y la conducción de los asuntos públicos se reduce a pocas elites. Añádase que, al margen de las instituciones constitucionales, la parte oculta y discrecional del Estado -como ha señalado Bobbio- escapa a un verdadero control, configurando un sistema dual. En otras palabras, funciona la democracia de mercado, de acuerdo con el modelo schumpeteriano o el poliárquico de Dahl. Los teóricos neoliberales reconocen que, por definición, gobierna una minoría, pero su potencial renovación periódica en elecciones competitivas impediría su degeneración oligárquica.

Hasta el presente, los partidos y las políticas de welfare han sido los principales instrumentos para armonizar capitalismo y democracia, neutralizando el posible impacto transformador del sufragio universal. Es cierto que los partidos sólo en parte canalizan las demandas sociales, y de ahí la influencia de las corporaciones, pero, con todo, siguen siendo insustituibles como gestores privilegiados del Estado y como agregadores de intereses generales (Offe).

En definitiva, la relación entre la democracia y el capitalismo es ambivalente y no está exenta de tensiones, pues la primera tiende a la expansión del autogobierno y puede resultar contradictoria con el segundo. Las propias reglas del juego son un límite para los gobernantes y las elites dominantes, y la plasmación del consenso -aunque integre- obliga a concesiones y transacciones. Es decir, ni el pluralismo institucional es una mera fachada al servicio de las clases dominantes ni un reflejo armónico de una sociedad equilibrada (Pasquino).

Por lo demás, en ocasiones se producen disfunciones y, con límites, ciertas alternativas progresistas transformadoras pueden manifestarse y hasta tener éxitos parciales. La polítización de la acumulación (la sobrecarga de demandas sociales sobre el Estado que le obligan a un mayor intervencionismo y asistencialismo) aumenta las tensiones. No es casual que, en estas circunstancias, los teóricos de la ingobernabilidad de las democracias propugnen la reducción del carácter social del sistema.

La crisis del Estado social, como ha señalado De Cabo, afecta a sus otros dos componentes, la democracia y el derecho: son cada vez mayores las dificultades del poder para presentarse como de todos, pues, de hecho, su selección de demandas aparece como más discriminatoria en favor de los grupos con mayor capacidad de presión y estratégicamente situados en el sistema. El deterioro del Estado social resalta los problemas para compatibilizar capitalismo y democracia, no sien do casual ver ahora a la izquierda defender tal modelo (Gough).

El Estado social ha unido inevitablemente pluralismo de grupos y democracia política con todas las tensiones que ello genera, siendo entonces el reto controlar el mercado y favorecer la participación. El mercado, en sí mismo, es un mecanismo eficaz para determinar costes y precios; el problema es el de la desigual posición de los diferentes colectivos sociales en el mismo. Dicho de otro modo, capitalismo y mercado no tienen por qué ser necesariamente sinónimos. Por ejemplo, un economista tan poco sospechoso de simpatías con el capitalismo como Sweezy ya admitió hace tiempo que "el mercado no implica capitalismo".

Cabe pensar, por tanto, en una alternativa frente al capitalismo monopolista y a la planificación burocrática que podría ser un socialismo de mercado, con diversos grados de descentralización democrática y de autogestión social. Paralelamente, la democracia representativa es insustituible, pero debe ser completada con amplios mecanismos de intervención política ciudadana directa (como el referéndum abrogativo o la iniciativa legislativa popular).

En conclusión, cualquier estrategia política renovadora debe apostar hoy por la potenciación y la ampliación permanente de la democracia. Es también fundamental rechazar las ofensivas del conservadurismo elitista y del neoliberalismo antisocial, aunque tampoco tiene sentido atrincherarse en ideologías de mera oposición sin alternativas o basadas en anacrónicos proyectos. Ni la adaptación acrítica al statu quo ni el dogmatismo pueden ser respuestas válidas. La renovación de la democracia debe permear a partidos, instituciones y grupos, fomentando la participación directa de la sociedad y dando sentido al profundo contenido emancipador que tal idea encierra.

Cesáreo R. Aguilera de Prat es profesor de Ciencia Política de la universidad de Barcelona.

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