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Una vida como una obra de arte

Desde siempre he sido particularmente alérgico a la fórmula que se atribuye (creo que abusivamente) a Goethe: la vida debe parecerse a una obra de arte. Es porque la vida es informe y no se parece a una obra de arte por lo que el hombre tiene necesidad del arte. Pero en estas grandes jornadas por las que atraviesa mi patria, Europa central, me entero con una inmensa alegría de que Vaclav Havel tiene todas las posibilidades de convertirse muy pronto en presidente de la República Checoslovaca. Pienso en él y me digo: hay casos, muy raros, en los que la comparación de una vida con una obra de arte está justificada.La vida de Havel está enteramente construida, en efecto, sobre un único gran tema; no tiene un carácter errático ni conoce cambios de orientación (Havel no ha sido jamás tentado por las ilusiones líricas del comunismo y, en consecuencia, no ha tenido que desembarazarse de él como han tenido que hacerlo muchos de sus mayores); esa vida no es más que una sola graduación continua y da la impresión de una perfecta unidad de composición. Aún más, me parece que el propio Havel modela su vida con placer de artista, como un escultor su piedra, dándole progresivamente un sentido y una forma cada vez más claros. La manera en que ha llevado la lucha del último mes ("algo así como una revolución tranquila", me escribe en una carta) era fascinante no sólo desde el punto de vista político, sino también estético. Era como el último movimiento prestissimo de una sonata escrita por un gran maestro.

Una obra de arte está destinada a ser percibida por otros. Quien hace de su vida una obra de arte la expone al mismo tiempo a las miradas, la inunda de luz. Es inevitable. Pero si el hombre así iluminado es al mismo tiempo un artista asume un riesgo: su vida convertida en una obra de arte puede hacer olvidar sus obras de arte. En el caso de Havel sería una pena. No tenía 30 años cuando se representaron en Praga sus primeras piezas de teatro: El garden-party y Notificación. Eran inteligentes, provocadoras, no se parecían a nada (he hablado de ellas en otra ocasión en un prólogo a sus obras: se las podría situar, en rigor, pero muy aproximadamente, en él contexto del teatro del absurdo), y tenían un humor irresistible. Si son precisamente estas dos piezas las que me gustan más de toda su obra es porque las pude ver aún en Praga en una puesta en escena soberbia y completamente fiel al espíritu del autor. Y porque las pude ver en el teatro Sobre la Balaustrada, en el que Havel trabajaba entonces y que continuará siendo para los intelectuales checos el símbolo de los años sesenta y de su espíritu impertinentemente libre. Las obras posteriores (pienso, por ejemplo, en la excelente pieza en un acto La audiencia) no son menos buenas; si existiesen todavía en el mundo compañías que consideraran el texto del autor como el fundamento de arte teatral, estas piezas deberían figurar en el repertorio en todas partes.

Incluso si Havel es, para la opinión pública mundial, antes que nada (y con justicia) el fundador de Carta 77, un disidente que ha pasado años en prisión, el principal representante moral de su país, siempre seguirá siendo, en el fondo de sí mismo, un dramaturgo, un poeta del teatro. Ignorar esto significa no comprenderle. Es no comprender, en primer lugar, hasta qué punto está enralzado en la especificidad de la tradición nacional: el movimiento de renovación checo del siglo XIX se organizó no en torno a la Iglesia, ni al ejército, ni a un partido político, sino en torno a la cultura en general y a los teatros en particular. Las más grandes personalidades checas de entonces fueron escritores: Palacky, historiógrafo; Havlicek (curiosamente su nombre es el diminutivo de Havel), poeta satírico; y más tarde Masaryk, filósofo.

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Por su dimensión de artista, Havel se distinguirá de todos los grandes hombres políticos de hoy. No hay que olvidar que sus primeras obras ponían al público en un estado de risa perpetua. Sí, al comienzo de la carrera de Havel hubo la risa. El humor. Y humor significa escepticismo. Y escepticismo quiere decir también autoironía. Hace dos años vi en París su obra Largo desolato. Havel refleja en ella irónicamente su propia situación: la de un hombre que se entrega a la lucha política y deja de ser el dueño de una vida, la sa.ya, de la que todo el mundo quiere apropiarse. Cuando, en el áltimo acto, los policías acuden a detener al protagonista, éste se muestra. casi feliz de poder finalmente volver a encontrarse solo y de no pertenecer más que a sí mismo. El disidente, ese héroe moderno, pecha con su suerte no corno una gloria euforizante, sino más bien como un peso casi absurdo. Peferiría hacer otras cosas (teatro, por ejemplo, o poesía), desembarazarse de su propio destino, pero no puede. Entretanto, algo que es más fuerte se ha apoderado de él, algo que le sobrepasa y que Havel llama responsabÍlidad.

Ésa es la ética de la disidencia, según él. En la base de esa ética se encuentra la certidumbre escéptica (a la cual sólo un autor dramático o un novelista pueden llegar) de que no hay unión entre el carácter de un hombre y su destino, de que uno es siempre víctinia del otro. (La obra de arte en que se ha convertido una vida. no es idéntica a esa vida, e incluso pueole serle hostil). Esa facultad de ver con ironía su propia situación, de proteger su vida contra toda interpretación melodramática (interpretación kitsch, diríamos en Europa central) es algo que puede considerarse como un acto de sabiduría. Entre las grandes personalidades políticas de nuestro tiempo, no veo a ningún otro que posea esa sabiduría. Porque se trata de una sabiduría de poeta.

Milan Kundera es escritor checoslovaco.

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