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Arquitecturas en la niebla

La arquitectura tiene frío. Con la llegada tardía de un otoño de vendaval y aguaceros, el paisaje soleado y satisfecho de la arquitectura española se ha tornado brumoso. Esa niebla anunciada y descontenta desdibuja los perfiles altivos, hace borrosos los letreros enfáticos y apaga en gris los reflejos dorados de la década que termina.Como tantas otras manifestaciones de la España de la transición, nuestra arquitectura conoció en los ochenta un momento dulce: los diseñadores experimentaron simultáneamente las mieles insólitas de los grandes encargos públicos y el desconocido almíbar de la fama internacional. Pero cuando apenas habían comenzado a saborear esa popularidad, un chaparrón de críticas ciudadanas amenaza con aguar la fiesta, transformando en villanos a los resplandecientes héroes modernos. Los arquitectos están confusos o irritados ante los ataques de esta quinta columna inesperada que debilita a la vez su músculo político y su imagen exterior.

La primera fase de la restauración democrática propició un discreto romance entre el poder y la cultura: ésta servía como un elemento de legitimación del nuevo orden político, y, en contrapartida, los creadores tenían la oportunidad largamente aguardada de hacer realidad sus proyectos. En una segunda etapa, sin embargo, la legitimación mutua de las elites de la cultura y el poder ha resultado ser insuficiente, y ambas han debido remitir los frutos de su idilio al juicio ciudadano de espectadores y votantes potenciales. Si este juicio es desaprobatorio, es fácil pronosticar que el matrimonio acabará en un divorcio esmaltado de reproches por ambas partes.

Para la arquitectura, que es hoy un arte tan subvencionado como el teatro o la música sinfónica, este divorcio tendría consecuencias catastróficas. La mayor parte de las obras relevantes de los últimos años son edificios de promoción pública proyectados por profesores: surgen, por tanto, de un contacto oportuno entre la voluntad administrativa y la reflexión cultural. Son quizá producto de un momento irrepetible, ya que esos mundos se hallan hoy cada vez más distantes, y seguramente con pérdida para ambos. La Administración se va haciendo progresivamente tosca y rígida; la Universidad, narcisista y banal.

Lo anterior no significa que los actuales frutos del romance entre políticos y arquitectos escapen al reproche. Engendrados, como en tantas parejas, por una combinación de amor genuino e interés, los retoños de esta década rosa padecen las consecuencias de dos malentendidos: una concepción exageradamente solemne del papel simbólico de la arquitectura y una confusión permanente entre el dominio privado y el público.

La pretensión un tanto desfasada de que la arquitectura siga gozando de un lugar de privilegio en el imaginario colectivo ha llevado, en muchas construcciones públicas, a primar lo simbólico sobre lo funcional. Sin embargo, hoy día constituyen mejores vehículos de identificación los anagramas que los edificios y las mascotas que las maquetas. Barcelona puede agrupar un centenar de modelos en el edificio de las Aguas y Sevilla mantener una exposición permanente de los suyos en la carpa de la Cartuja; pero ni la Olimpiada se representará por el Palau de Sant Jordi ni la Expo por el Palacio de las Consejerías: el perro Cobi y el pájaro Curro sustituirán con ventaja a Isozaki y Oiza. Los concejales madrileños, que aún andan alborotados pensando en el edificio espectacular que simbolice la capitalidad cultural de 1992, harían mejor en convocar un concurso de mascotas: en lugar de costar dinero, lo daría a través del merchandising, y la publicidad estaría garantizada. La inocencia perversa de la era de los media prefiere al animal.

Por otra parte, muchas de las más polémicas realizaciones recientes confunden calamitosamente el ámbito público y el privado, bien proyectando sobre el dominio colectivo el hermetismo de una poética personal -como sucede en la barcelonesa plaza de Sans-, bien monumentalizando con una potente plástica la construcción doméstica -como se hace en el bloque de viviendas sobre la M-30 madrileña-. Se privatice lo público o se publicite lo privado, el resultado es en ambos casos el mismo: el rechazo de los habitantes, que forman el público tanto del creador como del administrador, y el distanciamiento desconfiado entre el arquitecto y el político.

Edificios con exceso de intenciones o con intenciones confusas; críticas generalizadas en los medios de comunicación; alejamiento entre la Administración y los profesionales con voluntad cultural; sensación difusa de término de una etapa: tales parecen ser los rasgos del nublado panorama de la arquitectura española.

En la algarabía del aluvión crítico, los contornos del debate se han hecho aún más imprecisos: los arquitectos reprochan al público su analfabetismo visual; a los periodistas, su populismo oportunista; a los políticos, su falta de perspectiva; el público reprocha a los arquitectos su efitismo estético, su desatención constructiva, su olímpico desprecio de lo funcional. Crispadas las posturas, el arquitecto se reftigia en el fantasma romántico del artista maldito, condenando a sus críticos al infierno histórico que sin duda aguarda a los que hayan pecado contra el dogma moderno, y por su parte, la opinión pública crucifica no menos inexorablemente al arquitecto como responsable de los males de la ciudad contemporánea.

Así las cosas, lo que estos días se lee y se escucha alcanza tales niveles de caricatura que quizá no esté de más repetir algunas verdades de carbonero. Los arquitectos no son los dinanúteros de la ciudad: la ciudad tradicional está siendo desgarrada físicamente por los automóviles y socialmente por la entrada en el mercado inmobiliario de grandes cantidades de dinero blanco o negro. Ser moderno no es pecado, pero tampoco lo es no serlo; una sociedad plural ha de serlo también en el terreno estético.Por lo menos desde Vitruvio, la arquitectura se propone reconciliar la belleza con la solidez y la comodidad; ninguna obra que se reclame de esa filiación puede oponer la expresión plástica a la competencia constructiva o a la utilidad funcional. La arquitectura no se hace por decreto ni mediante plebiscito: es un oficio dificil y exigente, que requiere dosis generosas de conocimiento, dedicación y experiencia.

Si estas afirmaciones parecen triviales, tanto mejor. Porque sólo desde la aceptación de su evidencia puede comenzar a despejarse la niebla que empafla los vidrios de los lentes a través de los cuales cada interlocutor contempla la polémica. Es probable que los arquitectos deban ser más humildes y responsables, más atentos a los detalles de la construcción o las necesidades del usuario, más capaces de respetar las limitaciones del presupuesto o los plazos; es seguro que la arquitectura española necesita reflexionar sobre los códigos estilísticos de la mayoría, promover a los prosistas en la misma medida que a los poetas y respetar las normas convencionales de urbanidad.

Con tales actitudes se cerraría previsiblemente la brecha entre los arquitectos y el público, el ¡diho con los políticos proseguiría algún tiempo más y la arquitectura española prolongaría en los noventa su momento dulce. Pero ninguna de ellas puede hacer gran cosa por la ciudad que se descompone a través de unos procesos ajenos por entero a la modestia programática de este examen de conciencia disciplinar. Por muchos golpes de pecho que se dé el arquitecto, la primavera de la arquitectura no impedirá el invierno de la ciudad.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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