Ceremonia de la confusión
LA TORPEZA con que el Ministerio de Defensa se ha conducido en la tramitación del expediente abierto hace dos meses al coronel Martínez Inglés ha favorecido la instrumentalización de ese asunto por sectores interesados en enturbiar artificialmente las relaciones entre las Fuerzas Armadas y el único poder legítimo en una sociedad democrática: el emanado de las urnas. Pero si la opacidad ha contribuido a alimentar la confusión sobre las verdaderas causas del expediente, la imprudencia del interesado, demasiado sensible a ciertos halagos, ha hecho el resto hasta convertir en grave asunto un episodio menor. Y ha propiciado además que en tomo suyo se hayan dado cita partidarios sinceros y menos sinceros de la libertad de expresión y cuantos descontentos, justificados o no, ha ido dejando tras de sí el proceso de reforma militar llevado a cabo en los últimos años.El militar sancionado se ha defendido afirmando que sus declaraciones fueron "exclusivamente técnicas y profesionales" y que dio solamente su opinión .para mejorar el Ejército". No parece que ello sea así. Sus declaraciones en contra del reclutamiento forzoso y a favor de un ejército profesional han sido sólo el detonante; la carga de profundidad estaba oculta en su libro España, indefensa, que constituye un implacable alegato, salpicado de juictos de intenciones, contra la política militar y de defensa del Gobierno.
Las primeras son legítimas, y su autor tiene derecho a exponerlas de acuerdo con los procedimientos establecidos. Pero los juicios de valor y apreciaciones sobre la situación actual de las Fuerzas Armadas y algunas declaraciones suyas posteriores a la apertura del expediente desbordan con mucho ese marco de expresión. Lo cual no justifica que se le pueda sancionar con dos meses de privación de libertad sin las mínimas garantías jurídicas.
El derecho a la libertad de expresión, que garantiza la Constitución, afecta por igual a todos los ciudadanos; pero, en el caso de los militares, su ejercicio debe ser compatible con sus responsabilidades como miembros de una institución en la que la sociedad ha delegado el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Además, no deja de llamar la atención la manifiesta contradicción en que incurre Martínez Inglés al reprochar a los políticos su incomprensión de los valores militares, entre los que la disciplina y el sentido de la jerarquía ocupan un lugar central, y la simultánea reclamación del derecho a quebrar esos valores en nombre de la libertad de expresión.
El pronunciamiento público de este militar en activo sobre decisiones que competen al Gobierno y al Parlamento no sólo supone retomar una práctica peligrosa que se creía superada en el seno de las Fuerzas Armadas. El tono panfletario de su exposición -en la que se mezclan puntos de vista contkovertidos, pero defendibles, sobre los cambios habidos en las Fuerzas Armadas e irrespetuosos y peyorativos juicios sobre los gobernantes, incluido su superior jerárquico, el ministro de Defensa- es innecesariamente provocador. Pero es que además la argumentación pretendidamente técnica y profesional de este militar tiene una modulación que sigue recordando la vieja conocida doctrina del autonomismo militar, alimento ideológico de todo golpismo.
La siembra de dudas a propósito de la incuestionable supremacía institucional del poder civil sobre la corporación militar anula de raíz la pretendida fundamentación científica de su diatriba contra la política militar del Gobierno. Sin tanta adherencia ideológica, y con una formulación equilibrada, es muy posible que algunas de sus apreciaciones hubieran contribuido positivamente al diagnóstico de las carencias militares y a la clarificación del debate sobre la seguridad nacional.
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