El mundo desde un coche
Hay un momento estúpido y sobrecogedor en el que la muerte le alcanza a uno, o a sus próximos, o a sus desconocidos, y todo resulta barato e inexplicable. Añadan ahora todos los tópicos sobre la fugacidad y el va lor limitadisimo de la vida, atra pada entre unas latas por algu na voluntad anómala o torcida. Hablo de los automóviles.Resulta pintoresco que se nos invite a dejar el tabaco en unas ciudades en las que el mero hecho de respirar es ya una opción venenosa. Más pintoresco aun que se nos amenace con graves estadísticas sobre diversos vicios mientras la publicidad de los coches se hace casi en exclusiva sobre el dáo potencia-velocidad. Potencia y velocidad que, pcr cierto, son muy necesarias para prevenirse de aquellos que han hecho de la potencia y la velocidad un modo de vida. Y así, todos, prudentes e imprudentes, van potentes y veloces a la caza mutua. Las estadísticas se pueblan ahora de fumadores y no fui madores que morirán por causas ajenas al tabaco (aunque no faltará entre ellos el homicida que, por no echarse un pitillo, derivó sus manías hacia el volante y descargó ahí sus pequenos o g -andes horrores vitales).
He tenido el duro privilegio de asistir en primera línea a uno de estos accidentes absurdos. Reflexionaba yo en aquel momento, penetrando ya en la tierra que yo mejor conozco, y que es la mía, sobre los efectos de la inmensa masa arbórea quemada y sobre la inutilidad o la pasividad de las autoridades y de la población. Pensaba entonces, distrayendo el ocio mental del conductor, en la falta de un sistema de limpieza del monte, coordinado por quien debe hacerlo, que impidiese lo que ya casi es una realidad: la destrucción forestal, del paisaje y del cielo climático. Un monte limpio es inquemable, y la limpieza es factible. Pensaba en esto y en los particulares desastres de mi tierra, próxima a un nuevo proceso electoral y atrapada en unos problemas tan graves coino difíciles. Y con esa seriedad que le pone a uno la desesperanza, aplacé la reflexión y pasé a otros juegos mentales, decidido a aprovechar la disponibilidad de espíritu de las horas de coche, tan aptas para la relajación e incluso para la creación.
No fue un instante. Hubo una larga secuencia en la que, con la lentitud y el poderío del vuelo del águila, dos coches se rozaron, derivando uno de ellos hacia la calzada por la que venía un tercero que acabó golpeando al que iba al pairo. Aquel tercer coche pudo frenar, pero su conductor debió de quedar tan pasmasdo como yo y se olvidó de pisar el pedal. Pagó con su vida y con la de su compañera, así como con la del conductor del coche a la deriva, que ya debía venir tocado o quizá muerto.
Tardé unos segundos en salir, con la esperanza de que lo hicieran antes los protagonistas. Pero un silencio inolvidable me obligó a abrir la puerta y a ir revisando los interiores de los coches. Las cabinas de los automóviles apenas estaban deformadas, y por lo que pude colegir las muertes se debieron, en dos de los casos, a falta de reposacabezas, y en el tercero, a un fallo del cinturón de seguridad (o a no llevarlo puesto, que no lo pude saber).
La tarde se puso furiosa de lluvia, y yo fui llevando la angustia como pude hasta que llegué a una gasolinera. Aproveché la parada para intentar comentar algo de aquel desastre y liberar mi espíritu de algunos fantasmas. El operarlo me oyó con una indiferencia absoluta y me contestó con algún fonema sin sentido. Y fue esta indiferencia o este desapego lo que completó el cuadro del desafecto y desvalorización de la vida que ha creado el automóvil. Toda la polieromía de los anuncios de coches se hizo música mortuoría, y ciertos aspectos de la cultura contemporánea se me fueron haciendo más repulsivos a cada kilómetro de autopista.
La dificultad, total hasta la fecha, de crear un universo cultural más gratificante que el que proporciona esa falsa moralina de herencia medieval, con sus añadidos autoritarios o totalitarios, que ha caracterizado el discurso de la mayoría de la Izquierda, en concordancia inversa. con la derecha, que desarrollaba un discurso similar, pero rnás cínico; esa dificultad, cligo, cle elegir entre esta moral rijosa y esta otra moral de la indiferencia y el desafecto, que ya lo abarca todo y ocupa cuerpos y almas, propicia la necesidad creciente de vincular la reflexión política a una reflexión sobre la racionalidad ética, así como de vincular a su vez esa racionalidad ética. a propuestas colectivas naciclas de una ruptura definitiva con el pesadísinio pasado de monjes; mendicantes que aún nos guía (con toda su picaresca de vagos y, maleantes morales que f-ingeri defender grandes causas) y con la tendencia absurda y anticientífica de considerar lo dado como definitivo y la historia como finalizada.
El viaje, que se me fue de las manos definitivamerite, concluyó con un acto literario y esperanzador entre mi s paisa.nos y algunos otros escritores internacionales. Pero la esperanza, sólo la esperanza, ya no basta, ni para mi tierra ni para el mundo. Es preciso volver a la acción.
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