Día de examen de conciencia
El 10 de diciembre, aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por la Asamblea General de las Naciones Unidas hace 41 años, es siempre un buen día para que hagamos examen de conciencia de nuestros deberes ante esos derechos. Porque esos 30 artículos no solamente proclaman ente el mundo nuestros derechos, sino que, indirectamente, nos reclaman que respetemos los derechos de los otros.Más aún: nos exigen que trabajemos y luchemos por la defensa de los derechos de todos, ya que la humanidad no será verdaderamente libre mientras exista un solo hombre esclavo en el mundo. No podemos honestamente aprobar y suscribir unos principios y declaraciones por los que no estemos dispuestos a vivir y hasta morir, si fuera necesario, ni tenemos derecho a pedir (derechos) si no estamos dispuestos a dar (respeto y promoción a esos derechos).
Todos estamos implicados en este compromiso, individual y comunitariamente, instituciones gubernamentales y organizaciones no gubernamentales, creyentes y no creyentes, sindicalistas e intelectuales, padres y educadores, jóvenes y adultos, los medios de comunicación social, la escuela y la Universidad, etcétera. Todos somos sujetos de derechos, pero también de deberes en relación con los derechos humanos, y podemos colaborar en este aspecto tan fundamental si queremos llamarnos hombres y vivir con dignidad de tales.
Bien podemos felicitarnos de que hoy en España esos derechos estén globalmente reconocidos por el Estado y por la sociedad. Tanto nuestras leyes como nuestras instituciones recogen, en general, aplicándolos a las circunstancias del país, los principios de la Declaración Universal de la ONU. Aun así, se trata de ideales nunca plenamente alcanzables de manera perfecta, sino a los que hay que tender constantemente como hacia un horizonte utópico y asintótico.
Aparte de que, incluso en el caso de que entre nosotros se observaran perfectamente -lo que no es el caso tampoco, lamentablemente-, aún nos quedaría el deber de colaborar para que esos derechos sean reconocidos y practicados en tantos otros países del mundo en donde son descaradamente negados y pisoteados. Todos podríamos preguntarnos en este día de examen de conciencia qué hemos hecho y qué podríamos y deberíamos hacer todavía por los derechos humanos.
Y lo primero, por cierto, sería tomar conciencia de esos 30 principios de la Declaración. Son breves, claros y precisos, pero están preñados de senticio y de exigencias. ¿Cuántos españoles los hemos leído? ¿Cuántos los hemos meditado y examinado detenidamente para desentrañar su contenido? ¿Cuántos nos hemos sentido interpelados por ese código, aceptándolo como una consigna de vida y un programa de conducta?
Así, por ejemplo, ¿hemos tenido suficientemente en cuenta en España el artículo 16, donde se dice que "la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado"? ¿No se ha juzgado muchas veces como un privilegio lo que el artículo 26 reconoce como un derecho cuando afirma: "Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos"? ¿Podemos entre nosotros leer sin sonrojo el artículo 14: "En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país"?
Por otra parte, ¿no podríamos y deberíamos movilizar más frecuentemente y con mayor empeño a la opinión pública de nuestro país en la defensa de los derechos humanos conculcados en tantas partes del mundo, ya sea en Cuba o Albania, Chile o Suráfrica, tanto en los derechos políticos y sindicales como en los sociales, culturales, morales o religiosos?
Tratemos, al final, de los principios; es decir, de las raíces, de los fundamentos. El texto aprobado por la Asamblea General de la ONU lleva como preámbulo a la Declaración una serie de considerandos que se presentan como unas bases teórico-prácticas de los derechos del hombre. El preámbulo parece apoyarse en una especie de consenso ético universal, al menos de los países firmantes, pero no entra en disquisiciones filosóficas, antropológicas ni morales sobre las últimas razones de tal consentimiento.
En este sentido, dice en el primer considerando que "la líbertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana". No seré yo quien vaya a negar esto en modo alguno; pero, ¿podríamos asegurar que refleja realmente la conciencia general de la humanidad en todo tiempo y circunstancias? No todo el mundo acepta, ni mucho menos, la existencia de un derecho natural, un derecho de gentes, y aun entre los que lo aceptamos en principio, no es nada fácil ponerse de acuerdo sobre su alcance y contenido.
Por poner un ejemplo significativo, hombres de la altura moral e intelectual de Platón o de Aristóteles aprobaron con toda naturalidad la existencia de la esclavitud, y esta costumbre se toleraba hasta en el Antiguo Testamento, al menos respecto a los ex.tranjeros, si bien su práctica en Israel estaba muy suavizada por algunas correcciones de carácter humanitario.
Fue el cristianismo el que, de una manera lenta y silenciosa pero muy eficaz, promovió una verdadera revolución en este campo, proclamando la dignidad del trabajo manual y la igualdad de todos los hombres, llegando la Iglesía a ordenar como presbíteros y obispos a muchos esclavos, en contra de las leyes romanas, que lo prohibían bajo severas penas.
Aun así, durante largo tiempo se toleraron muchos casos de esclavitud dentro del mundo cristiano, especialmente en las épocas de las colonizaciones. En los Estados del sur de EE UU no se suprimió la esclavitud hasta el final de la guerra de Secesión, en 1865, y en Europa no se proclamó legalmente la abolición hasta la Convención de Ginebra de 1926 -¡ayer, como quien dice!-, ratificada sólo por 36 países. Pese a todo, las manifestaciones de racismo se han prolongado hasta nuestros días, como es de todos bien sabido.
Pero, ¿para quél ir más lejos, si aún está costando Dios y ayuda llegar en la práctica a la igualdad fundamental entre varón y mujer, tanto en la familia como en la Iglesia y en la sociedad, después de tantos siglos de patriarcalismo, autoritarismo y machismo? En nuestro continente, un pueblo tan culto y avanzado como el alemán pudo fomentar una conciencia nacional de superioridad racial sobre otros pueblos considerados inferiores, hasta llegar a la eliminación sistemática de millones de judíos.
En tono menor, desde luego, pero muy sintomático, podríamos recordar entre nosotros los
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Día de examen de conciencia
Viene de la página anteriorsentimientos de racismo y xenofobia hacia otros pueblos, como los gitanos, los árabes o los negros, sentimientos que afloran, por ejemplo, cuando unos padres se enteran de que su hija quiere casarse con un negro. Porque una cosa son las declaraciones teóricas y otra, a veces muy distinta, su aplicación a la vida práctica de cada día.
En resumen: ¿en qué fundamentos últimos podemos apoyar esos principios del preámbulo de la Declaración como la "dignidad intrínseca" de todos los miembros de la "familia humana" cuando aún en nuestra época se han divulgado filosofías que propugnan el viejo aforismo de que el hombre es como un lobo para el hombre -"homo homini lupus"- o se dogmatiza que "el infierno son los otros" -"I'enfer sont les autres"- o se promueven humanismos que parecen buscar la humanización del animal y la animalización del hombre? ¿De dónde nace esa dignidad especial del ser humano? ¿En qué apoyar esa familia humana frente a tantas diferencias antropológicas, sociales y culturales?
Leyendo el preámbulo de la Declaración, parece como si sus mismos redactores fueran conscientes del terreno movedizo en el que fundamentan el edificio de los derechos universales del hombre, y emplean una palabra que quizá tenga subconscientes resonancias de otros planteamientos no filosóficos ni jurídicos, sino religiosos y morales.
Dicen que "los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado su fe -la cursiva es nuestra- en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres" (considerando 5º). ¡Así es, si así os parece! Ya sé que aquí el términofe no puede entenderse en sentido estricto. De todos modos, parece que se trata de cierto voluntarismo, de una opción, de un salto cualitativo, de una de esas intuiciones en las que el hombre llega a captar inmediatamente el ser, cuando esta caña pensante intuye que "el hombre es más que el hombre", como decía Pascal, o, como terminaba Quevedo un magistral soneto, es polvo, "más polvo enamorado".
En este aspecto, los cristianos lo tenemos a la vez más fácil y más difícil. Más fácil, por más claro y más explícito. Más difícil, porque ello implica una mayor responsabilidad. Para nosotros, la dignidad le viene al hombre de haber sido elegido y llamado a ser imagen e interlocutor de Dios. Porque Dios me ha dicho tú al llamarme a la existencia, soy un yo irrepetible y único. Y como el Dios que nos ha descubierto Jesucristo es comunidad trinitaria -yo-tú-nosotros-, el hombre no alcanza a ser su imagen plenamente más que en diálogo, tanto con Dios como con los otros hombres, llamados como nosotros a la misma dignidad de ser imagen del Dios-triunidad, del Dios-comunidad.
Por eso, yo no puedo hablar de mis derechos derechamente, rectamente, sino en cuanto que reconozca los derechos del tú, que no es un él ni un ello, un objeto cualquiera, sino que forma conmigo un nosotros, tanto en el plano del grupo o la familia como de la sociedad nacional e internacional.
Todos los hombres formamos una familia porque somos hermanos, hijos de un mismo Padre, gracias a la llamada histórica del Hijo, siendo portadores del Espíritu de Dios, Espíritu de amor, de comunión y de comunidad, que se nos regala -y nos regala, nos festeja y alegra el corazón- desde el día de Pentecostés. Aun aquellos que están fuera de mi tierra, mi Iglesia, mi fe o mi cultura son igualmente hermanos míos, somos juntamente un nosotros, porque también ellos proceden del núsmo Dios al que yo llamo Padre.
El cristiano no puede desentenderse de los derechos de los otros, inhibiéndose como Caín: "¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?". Los cristianos podemos y debemos trabajar con todos los hombres de buena voluntad en la lucha a favor de los derechos humanos. Ya dijo el sínodo de los obispos de 1974 que "la acción evangelizadora ha de manifestarse muchas veces como una denuncia caritativa y enérgica de situaciones sociales, políticas, culturales, económicas, etcétera, opuestas a los valores evangélicos, y particularmente como una defensa de la paz y de los derechos de los más débiles".
Teniendo en cuenta el contencioso surgido con la implantación de la fiesta de la Constitución el día 6 de diciembre, a dos días de distancia con la fiesta de la Inmaculada, sería como nombrar la soga en casa del ahorcado el pedir aquí una fiesta especial el día 10 de diciembre para conmemorar y festejar la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero si no una fiesta laboral -lo que sería absurdo-, sí, al menos, una fiesta digamos que moral, un tiempo de llamada de atención, un recuerdo especial, un día de examen de conciencia para que todos revisemos nuestra conducta en, este campo tan importante y tan fundamental, en el que todos los hombres de todas las tendencias y creencias podemos colaborar, y donde todavía queda tanto por hacer en el mundo.
No miremos solamente al propio ombligo narcisista de nuestros derechos. Cuidemos, sobre todo, de los derechos de los otros; es decir, de nuestros deberes individuales ante los derechos universales.
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