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La situación del patriotismo

Un reciente artículo académico en defensa del patriotismo moderado, el de S. Nathanson en la revista Ethics (abril de 1989), no solamente constituye una interesante réplica a otra anterior aproximación norteamericana al tema, la de A. MacIynre, sino que representa un buen pretexto para una reflexión sobre el estado del patriotismo entre nosotros. Un amplio sector de lo que podríamos considerar como opinión progresista del país ha vivido sometido a una profunda perplejidad en relación a la cuestión. La herencia del antifranquismo no solamente imponía la más rigurosa de las sospechas respecto a la idea, sino que obligaba a practicar la comprensión y hasta la simpatía para las manifestaciones de nacionalismo periférico cuyo contenido patriótico, una vez introducido un nuevo soporte nacional, resultaba evidente.Supongo que algún día podremos sacudirnos de encima las contradicciones y complejos generados por la larga mano del franquismo. Mientras tanto, hay que reconocer que su peso sigue siendo notable. Y que incluso a los vacunados contra reacciones desmedidas a los abusos de la dictadura nos sigue produciendo algún temor plantear temas como este del patriotismo en contraste, por no ir más lejos, con la actitud de nuestra rica tradición liberal del siglo pasado y del primer tercio del XX. Fue tan despiadado el secuestro de lo español por el régimen anterior, tan vergonzosa la manipulación del sentimiento patriótico, que hasta hoy puede resultar comprensible preguntarse si ese sentimiento puede servir para otra cosa que no sea justificar lo injustificable.

Mi objetivo en estas líneas es plantear el sentido que hoy puede tener el patriotismo, entendido como actitud de solidaridad respecto al Estado y la nación en el caso concreto de los españoles. Si estuviéramos tratando una cuestión de mercadotecnia electoral, es probable que fuera prudente en la España actual no llamar a ese sentimiento de solidaridad, fuente a su vez de integración, patriotismo. Pero el concepto está ahí, y no conviene que: las concesiones a opiniones coyunturales lleguen al punto de renunciar a ideas y conceptos que rebasan ampliamente nuestro particular ámbito político. Hay que advertir también que lo que aquí se escribe considera únicamente el punto de vista de aquellos españoles que creen que su país constituye una realidad nacional, preferentemente de signo político, capaz de albergar dentro de ella, sin que el hecho implique la necesidad de tensiones insuperables, otras realidades nacionales de signo cultural. Parto del respeto a quienes no piensan así, pero, como asunto que es de españoles, espero que no de españolazos, confío en que me dejen en paz cuantos tienen superado este complicado asunto de España, bien sea por el expeditivo procedimiento de poner comillas a su nombre, bien sea por reducir su realidad a la condición de un Estado opresor, bien sea por otros expedientes aproximados o análogos.

La crítica del patriotismo, y el recuerdo aquí de Tolstoi es obligado, ha solido partir de la idea de que todo patriotismo debe ser extremo. "Mi país, con razón o sin ella" habría de ser la divisa de unos patriotas dispuestos siempre a actitudes chovinistas, belicosos contra cuanto se mueva fuera de los confines de la patria. La primera obligación de la defensa actual de un patriotismo moderado es restablecer el peso de su lectura liberal. Hay un espacio, lo ha habido siempre desde finales del siglo XVIII, para una razonable solidaridad con el Estado y la propia comunidad nacional, una solidaridad que tiene su límite fundamental en unas convicciones morales más allá de las cuales, efectivamente, el patriotismo puede convertirse en el último y mejor refugio de un canalla.

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Quien estime que una vía de reforzar la solidaridad de un pueblo es romper una noche las lunas de las tiendas de los judíos será siempre un miserable, por mucho que a través de esa vía se afirme la solidaridad de ese pueblo. Quien pretenda generar la autoestima de sus compatriotas más pobres asegurándoles su superioridad racial o intelectual sobre unos emigrantes más o menos pobres como ellos, es alguien que se descalifica moralmente ante cualquier espectador razonable. Con el patriotismo sucede como con otras fuentes de solidaridad en el seno de diferentes grupos sociales: las ventajas de la integración están siempre amenazadas por el riesgo de la injusticia. Pero el que la solidaridad, el amor y la amistad puedan crear abusos con cierta facilidad no implica, entre gentes sensatas, la petición de liquidación de la familia, las iglesias, los sindicatos o la vida cultural peculiar de los grupos étnicos.

Hay una segunda consideración funcional que el estudioso de la política no puede ignorar. Sin unos mínimos de solidaridad, modulados siempre por el respeto a las convicciones morales y los límites de lo razonable, es dificil la vida del Estado. Cierto que el Estado puede admitir un alto número de gorrones en punto a la práctica de esa solidaridad, pero sería sumamente arriesgado que su número sobrepasase al de los ciudadanos con moderados sentimientos patrióticos. La auténtica lección maquiavélica fue aquella de que quien quiere el fin quiere los medios. De acuerdo con esta enseñanza, podríamos proceder al desmantelamiento sin aceptar los mínimos indispensables, el patriotismo moderado entre ellos, que exige su vida.

En tercer y último lugar, creo que la alegría de cierto europeísmo oficial no nos debe preocupar en tanto conduzca directamente a la construcción de una nueva realidad política de referencia, la Europa Unida en este caso. Del mismo modo que el patriotismo de Estado o de nación política se ha construido sobre el parcial sacrificio de otras solidaridades de propensión parroquial, es lógico que la solidaridad europea se fundamente en un parcial sacrificio de los patriotismos liberales europeos. El problema en este caso es de tiempo y de mesura. Superar en las palabras y las ideas una realidad estatal con significativa vigencia práctica es un juego con riesgos, en que los Estados que se distancien del paso común pueden debilitar las bases de una solidaridad e integración necesarias en el juego político democrático. En definitiva, es posible que el efecto combinado de estas tres consideraciones justifique una reflexión a propósito del viejo, y acaso no tan trasnochado, patriotismo liberal.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.

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