Ganar y perder
COMO EN esos partidos de fútbol que se resuelven en el último minuto y de penalti, la incertidumbre sobre si el PSOE conseguiría o no el escaño 176, la mitad más uno, marcó durante las largas horas de la madrugada del lunes la estrecha frontera que separa el éxito del fracaso, la apoteosis de la postración. Y no es razonable que sea así. Ocho millones de votos son muchos votos, se cuenten del derecho o del revés. Mantener un apoyo tan sustancial después de siete años de gobernar en solitario constituye un importante éxito de Felipe González y de su partido.Con ese sustancial apoyo a su política, los socialistas deberán demostrar ahora que son capaces de administrar su éxito. Que saben ganar. Entre 1982 y junio de 1986, el PSOE perdió algo más de un millón de votos. Ahora pierde otros 800.000. En total, desde aquel 28 de octubre, el 20% de sus apoyos electorales. Es una cantidad considerable. Seguramente el grueso de esos votos ha ido a Izquierda Unida, que obtiene un millón más que en 1982. La política de moderación practicada por los socialistas -tan diferente, por ejemplo, de la que determinó el fracaso político y electoral del Gobierno de Mauroy en Francia- permitió a Felipe González ampliar por el centro sus apoyos y revalidar en 1986 la mayoría absoluta. Consiguió así evitar una de esas reacciones pendulares características de la política española y beneficiarse de la fase de crecimiento económico iniciada por esa época. Ese crecimiento explica que una parte sustancial de la población siga apoyando a los socialistas a despecho de la ruptura con los sindicatos y los fracasos inocultables en materias como la reforma de la Administración o la eficacia de los servicios públicos.
Pero si cabe admitir que la victoria de 1986 fue en sí misma un factor de estabilidad social, el que lo sea la de 1989 depende del uso que los socialistas hagan de esta revalidada mayoría. El desarrollo democrático no depende sólo de las leyes; tan significativas como ellas son ciertos usos y costumbres que forman parte de la rutina de las democracias consolidadas, y que, una vez interiorizadas por el ciudadano, no podrán ya ser cuestionadas por Gobiernos futuros, cualquiera que sea su signo. Es en este terreno donde los socialistas más han defraudado las expectativas por ellos despertadas. Que los socialistas renuncien a bloquear la vida parlamentaria, especialmente en lo relativo al control del Ejecutivo, no es algo que deba estar en mano de que tengan 175 o 176 escaños. Que la televisión pública no sea un aparato propagandístico del Gobierno no puede depender de que la composición de las cámaras otorgue a un partido mayoría absoluta en el consejo de administración. La institucionalización del diálogo con los interlocutores sociales no tiene por qué estar supeditada a esas décimas de un escaño discutidas la pasada madrugada.
Pero también hay que saber perder. La euforia de ciertos portavoces de la derecha no está plenamente justificada. Con unos resultados similares a los del domingo, liberales y democristianos decidieron en 1986 abandonar el barco patroneado por Fraga por considerar que constituían un fracaso. El grueso del electorado sigue situándose en ese espacio que va del moderantismo a la izquierda, en el que Aznar sigue sin penetrar. De hecho, el PP obtiene los mismos escaños que en 1982 y parecidos votos que en las dos últimas elecciones legislativas. No es un éxito sensacional, especialmente si se considera que, en conjunto, el electorado ha girado ligeramente a la izquierda y no a la derecha: la suma de los votos de las dos principales formaciones de centro-derecha a nivel nacional, eje de una eventual alternativa de ese signo, pierden posiciones relativas en comparación con la suma del PSOE e Izquierda Unida.
Así pues, no existe por el momento una alternativa de centro-derecha. Pero un PP centrado como el que Aznar dice intentar puede ir conformando tal posibilidad desde la oposición parlamentaría y desde las posiciones que la nueva relación de fuerzas le permiten alcanzar a medio plazo en importantes comugidades y ayuntamientos. Así lo hizo el PSOE entre 1979 y 1982. Seguramente esa política del paso a paso permitirá a los populares de Aznar convertirse en el eje de alianzas más amplias que pudieran un día englobar a las minorías nacionalistas moderadas y regionalistas, que siguen recogiendo unos tres millones de votos.
El descenso del CDS, no siendo tan espectacular como pudo pensarse en junio, refleja, sin embargo, la paulatina pérdida de fe del electorado potencial del centrismo en las virtudes taumatúrgicas de un líder que ha pasado siete años esperando ver pasar ante su puerta el cadáver de su rival. Corno estrategia, es poca cosa para llegar a la Moncloa, e incluso para convertirse en complemento necesario algún día de un PSOE más desgastado. Si de secundar las reivindicaciones sindicales se trata, esos electores prefieren a Izquierda Unida; si de ser verde, a los verdes de verdad, y si de configurar una alianza antisocialista, a los conservadores de siempre. Ese es el drama de Suárez.
En cuanto a Izquierda Unida, debe saber ganar y perder a la vez. Su espectacular recuperación -duplica los resultados de 1986- no alcanza la cota que consiguió el ?artido Comunista en 1979. Los socialistas agrupanTodavía a cuatro de cada cinco electores dentro del campo de la izquierda. Pretender que los 17 escaños de IU representan a los ocho millones de huelguistas del 14-D implica ignorar la naturaleza de fondo de aquel movimiento. Con todo, es una fuerza que permitiría a la coalición de Anguita desarrollar una oposición parlamentaria eficaz para determinar en un sentido progresista la política del Gobierno.
Si el PSOE se ha garantizado la gobernabilidad, no es evidente que se haya asegurado la estabilidad. El electorado ha dicho que quiere que los socialistas sigan gobernando, pero también que desea que lo hagan con más diálogo y menos arrogancia. Y con la vista girada algo más hacia la izquierda.
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